martes, 24 de julio de 2012

El abandono salvaje


      

            La isla, de Mercedes Araujo. Bajo la luna, 2010.

            por Hernán Schillagi

            La visitada metáfora de «la isla» para referirse a la soledad o al abandono más extremo recorre gran parte del imaginario de todo lector. El Robinson Crusoe, de Daniel Dafoe, funciona como el paradigma ineludible de cómo mantener la civilización a ultranza en tierras tan solitarias como extrañas. Así también, los personajes de Julio Verne se encuentran «aislados» como castigo ante la desobediencia (Los hijos del Capitán Grant), como el aprendizaje forzoso (Dos años de vacaciones) o el confinamiento personal e inolvidable del Capitán Nemo (La isla misteriosa). Aunque es cierto que toda isla puede contener un tesoro oculto, como nos proponía Stevenson. Por lo tanto, Mercedes Araujo (Mendoza, 1972) parte desde esos supuestos literarios para describir y narrar (los verbos son los correctos) un inquietante proceso de abandono.
Mercedes Araujo

            En La isla (Bajo la Luna, 2010) [1], Araujo recala en la naturaleza luego de un camino poético que empezó con Ásperos esmeros (2003), pasando por el compartido Duelo (2005) junto a Cecilia Romana y Carolina Esses; pero fundamentalmente, el intenso recorrido que realiza en Viajar sola (2009), libro que describe sus experiencias subjetivas en el continente africano, que la llevó a reflexionar: «Nací entre montañas, persigo la hierba / y ansío el desierto…». Pues ese trayecto, arduo y  sinuoso, tiene su  asidero en las costas poéticas de esta obra.

            El tópico de la naturaleza moviliza y justifica cada palabra de La isla. Como en los Poemas de animales de Ted Hughes, Mercedes Araujo encuentra en el recurso de la animalización (lo contrario de la prosopopeya, y no tanto) el medio alambicado para decir que su refugio último es lo «natural», ya que el abandono al que se ve forzada (¿por qué?, ¿por quién?) resulta ser lo «antinatural», lo imposible de relatar: «Al abandono salvaje le ofrendo la herida prometida…» (p. 23). Sin melodrama ni autocompasión, la poeta nos anuncia que su cuerpo es el que fue echado a un pozo.

            Por eso es que los poemas resultan desde los recuerdos, pero es a través del dolor que el yo lírico va mutando y encuentra en sus diferentes metamorfosis (lagartija, pez, pájaro) un modo de confundirse con el paisaje y mirar hacia delante, ya que  nos avisa: «entre el pasado abigarrado y el futuro deshabitado, lo que hay es poesía…», para reforzarlo   luego con la voz de Emily Dickinson: «La retrospección es la mitad de la prospección / Y a veces más». En uno de los poemas, Araujo también dice: «hoy el cuerpo ha tomado la forma de un tipo de culebra, / parda, oscura, con llagas por todo el cuero…» (p. 26). Es la misma voz que testifica las transformaciones como si fueran lejanas, pero no ajenas.

            El lector que ingrese efectivamente a La isla se va a encontrar con un grupo de poemas sin título ni numeración secuencial. Es decir, la propuesta de lectura es la suma de fragmentos o textos breves, pero con versos de amplio período, donde la voz -que persigue un destino o una revelación- narra una experiencia tan devastadora como sutil. La figura tonal propia de la narrativa intenta dar unidad al poemario; aunque, es cierto, hay veces que las descripciones de la naturaleza circundante distraen y empantanan el fluir del «relato»: «Esta mañana descubrí un animal que tiene el cuerpo negro / muy liso y en cada pata tres dedos, / pasa sus días en compañía de un pájaro de pico agudo y plumaje blanco mezclado de pardo…» (p. 34). Los poemas, entonces, ganan en voluptuosidad, pero pierden en precisión: «Tengo plumas de muchos colores y también un rosario / hecho de huesos de pescado, piedras blancas y verdes / incrustadas en los labios y las orejas…» (p. 30)

            No obstante, la musicalidad de los poemas está garantizada. La conexión vital con la naturaleza y el paisaje van creando una respiración proteica, un decir ondulante a veces, sumado a una sintaxis dislocada que atrapa. Marcelo Leites en La música de la poesía sugiere: «La música de la poesía actual puede equipararse a la música de la prosa; la prosa y la poesía ya han dejado de ser dos extremos que nunca se tocan. Y en esa música tal vez haya menos verbos (es decir menos acciones) y más descripciones…» [2] Por lo tanto, no es casualidad que Araujo sea también narradora [3] y sepa manejar momentos de cierta tensión y diálogos expectantes hacia un destinatario -una segunda persona, un «vos»- que tal vez resulte ser el factor que ha provocado este aislamiento y además una «voz otra» que no responde al llamado: «O también podría decirte estoy algo cambiada / si me vieras: vigilo, espero, aguardo el regreso del azul…» (p. 45).

            El paso del tiempo es el tiempo de la espera solitaria, sin embargo existen algunos hitos como cuando se convierte en pájaro; ya que allí observamos que se ha cumplido un ciclo completo de las estaciones: «Te contaría que los pájaros que se habían ido, han vuelto…» Para decir más adelante: «el desconsuelo se ha vuelto mayor, / una cobardía que recién ahora conozco…» (p. 27). Sigue siendo el hábitat salvaje el que marca el ritmo y la ausencia, aunque deviene en cobijo, madriguera o cueva ante el desamparo. El estado de ánimo se manifiesta en las metamorfosis constantes, pero hacia el final, la conciencia de los miedos se hace palpable y comienza un descubrimiento del ser a pesar del dolor: «de todos los miedos sólo uno persiste, / convertirme en un lagarto verdadero…» (p. 45). En consecuencia repasa todas las mutaciones e, indefectiblemente, la mirada ha cambiado; el llanto en la más pasmosa soledad ha logrado «enjuagar», limpiar el dolor y mirar de nuevo el ambiente que la rodea.

            Con La isla, la mendocina Mercedes Araujo se instala con firmeza en un grupo interesante de mujeres poetas como Claudia Masin (Chaco), Paula Jiménez (Buenos Aires), Bettina Ballarini (Mendoza) y Claudia Prado (Chubut); que han sabido sostener, desde hace más de una década, un lirismo cimarrón que se permite «impurezas» prosaicas o genéricas. Como así también llevar adelante esa «doble voz» de la que hablaba Alicia Genovese: «La primera voz, respondiendo a las exigencias de una crítica […] que se preocupará por el entramado del texto, por su trabajo con los procedimientos. La segunda voz, dejando en la superficie textual las marcas de un sujeto que disuelve una identidad social sobrecargada de mandatos y deberes para proyectarse en otra distinta que es básicamente la reformulación…» [4] Así, la isla de la poesía, finalmente, cada vez se va habitando más de nuevas miradas y voces notables.

     
           
Tres poemas de La isla


Hay días en los que me hundo en el agua y no sé
si por influjo de la luna o por un simple movimiento del sol
puedo deslizarme sobre la tierra tan sinuosamente
como una serpiente con aros de color azul intenso
desde la cola a la boca, pero ese cuerpo de serpiente
pálido y embozado no soy yo,
quisiera poder aclarar cerca de tus oídos
algunas de estas cosas, me has dicho
que no es posible por ahora,
ya que las nuevas ocupaciones te llevan todo el día
y también que tu vida es mejor, más sólida.
no me hagas caso, simplemente, podrías decirme
si es verdad que las escamas de mi cuero
siguen brillando a pesar de haber sido
arrancadas una por una, y que aún así
el cuerpo está contento con esta pequeña vida.

*

En cada oscuridad la luna elige
sólo una de sus caras y es aquella alumbrada por el sol
mientras la otra vive en penumbras,
esto seguramente ya lo sabrás,
de nada sirve esperar –como la flor que duerme
vuelta mineral en una roca ínfima–
algunas respuestas que se revelan
como ranitas quietas en medio de la noche,
las descubrís a punto de pisarlas,
o a veces demasiado tarde.

*

Lo que ocurre tiene que ver con el clima,
en días como hoy, cálidos y tormentosos,
el aire se llena de recuerdos
que dejan el cuerpo desnudo, sobrevenido
como un accidente, en estos días el aire
es dominante y triste el destello
que por la noche, en medio de una emboscada,
se escribe sobre la copa de unos árboles
a los que sólo el movimiento permite adivinar.


***


[1] El libro obtuvo el Tercer Premio en poesía del Fondo Nacional de las Artes en 2009.
[2] Foguet y otros (2011), La música de la poesía, Buenos Aires, Ediciones del Dock.
[3] Es autora de la novela La hija de la Cabra que ganó en 2011 el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes. 
[4] Genovese, Alicia (1998), La voz doble. Poetas argentinas contemporáneas, Buenos Aires, Biblos.

martes, 17 de julio de 2012

Aquel poeta que ardió en la plaza

Víctor Hugo Cúneo, según un dibujo de Carlos Alonso.


por Fernando G. Toledo 


El hombre pone el pie en la plaza Independencia como quien sube a un altar. Es el monje que va a celebrar el rito, el dios al que está dedicado y la víctima a sacrificar: se ve en sus ojos.

Este hombre llegó hace años desde San Juan pero se mezcló entre los mendocinos y no como uno más.
Era delgado y desprolijo, de bigotes que crecían por descuido y andaba de aquí para allá con papeles, libros y frases provocadoras, destinadas, incluso, a sus amigos. Era poeta y librero, y (como ha contado uno de sus evocadores, el periodista Rodolfo Braceli) tosía mucho porque «padeció la tuberculosis por años hasta que un día la tuberculosis se cansó de él».

Al hombre de la plaza Independencia, parece, no lo distrae el día. Hay sol, pero ese calor es poco para una mirada que ya no titubea.

Víctor Hugo Cúneo, que así se llamaba y había nacido en 1925, quiso en Mendoza vivir, en todo sentido, de las palabras. Las puso a andar pero también pensó que podían darle de comer. Por eso vendía libros usados. Tuvo un puesto en la calle Las Heras a la altura del 400 y luego lo llevó a otro lugar, que a la postre sería emblemático: la avenida San Martín, frente al edificio de Turismo. Cúneo instaló su puesto allí, pero se lo quemaron. ¿Por qué? Quién sabe: por vandalismo, por rencillas, por el puro gusto de ver el humo del papel correr por las calles. Cúneo volvió a levantar su modesta librería. Pero volvieron a quemarla. Ese puesto aún pervive y fue quemado más de una vez. Es la historia del fuego.

El hombre de la plaza lleva un traje raído y un bote de querosén en las manos. Camina tranquilo, «como un faquir», como dirá el cuidacoches que lo ve pasar, igual a una alucinación.

Cúneo puso palabras en papeles que llenaba largamente en los cafés, aunque su obra fue breve: publicó sólo un libro, El nacimiento del ciudadano, que le editó el gran Gildo D’Accurzio hace justamente 60 años y en el que mira a la ciudad (Mendoza) como un extraño ser que no acaba de formarse. Por eso ese libro también es una mezcla sin fronteras entre la prosa y el verso, entre la traza mitológica, el retrato sociológico y la mirada existencial. Publicó también, Cúneo, dos plaquetas: una, La campana, dedicada a su entrañable amigo Fernando Lorenzo; la otra, Poema a Vincent van Gogh, dedicada a un artista demasiado afín: «Yo sé como él / que a veces enloquecen los astros, / enloquece el sol / y conducen a los hombres creyentes / a espantosas soledades».

El hombre ha llegado a la plaza después de un extraño diálogo con la dueña de la pensión donde pasa sus días, un diálogo que los diarios de la época reproducirán. Ha pedido solvente para limpiar su traje. ¿Habla sólo de «limpiar»? ¿Habla sólo de su chaqueta y su pantalón?

Cúneo rehízo su puesto de libros hasta donde pudo soportar el derrumbe del fuego. Escribió hasta el último suspiro (dictó un poema en su lecho agónico) y, como dijo de él su discípulo Carlos Levy: «Fue como aquellos que convocaron la muerte llevando como única compañera de viaje la dignidad de los héroes».

Es el domingo 19 de octubre de 1969 y el hombre mira una ciudad última. Parece estar, ahora, pidiéndole a ella eso que una vez escribió: «Muéstrame tus plazas como se contempla un lago / y ábreme ventanas como se suelta un pájaro». El hombre, el poeta Cúneo, se vuelca el querosén sobre el cuerpo y enciende su propio fuego.


Poemas de Víctor Hugo Cúneo



La sed

Sueña enjaular una cascada,
rondar sus peces de frescura
y sus ráfagas aguadas.
Fogata del deseo, llegará el agua
jeroglífica, relámpago del aire.
Familia de tranquilidad,
cántaro, pájaro aljibe
en mis labios de delirio.

Pendiente, acequia de los cantos,
recodo de la voz; por mi boca,
panorámica de silbos y canciones,
se empoza el agua en mis ansias.
El placer se despeña del vaso.
El agua es el arribo, la mano
de frescura en mi bolsillo de sed.
Algas de dicha, flora
de mis arenales de delirio,
yo canto, oh agua de imágenes.


Canción a la ciudad

Los vuelos de la primavera llegaban año a año a la montaña
y asentaban en el valle los panes que traían del sol
y las tierras lejanas mostraban su rostro de otoño
porque la habían visto partir tras el pájaro de albas
que volvía a cantar su viejo canto de trigales.
Mi padre cultivaba las orillas del río y los nidales
y cuidaba las palomas que sostenían nuestra sangre.
Entre muchas otras cosas del amor del sol y la tierra
recuerdo la capa espumosa del bosque y yo ya no sé…


Canción al mundo

Tú eres el que existe, el que lleva el viento adentro.
Te contemplo desde un hombre.
Todo mi cuerpo es un ojo abierto hacia ti.
Te vuelan pájaros de tu ser, ríos de ti mismo,
te tocas con muchachos, te recorres con viajeros,
te miro cruzar los puentes vestido de peregrino
y desembocar niños de las madres de ti.
Familias de tu amor se hacen de tu cuerpo de montaña una casa.

Para mi querer levantar los techos
cuéntame tus vidas como se escucha un río,
muéstrame tus plazas como se contempla un lago
y ábreme ventanas como se suelta un pájaro.

 (de El nacimiento del ciudadano)


Poema a Vincent van Gogh

Os traeré el recuerdo de Van Gogh.
Sabed que quiso ser como los campesinos agachados
como circunferencias estremecidas por los trigales,
con su paleta de girasol,
león de las flores,
como un sombrero caído del sol
con antorchas de piel
y fogatas de estampas espesas
entre pinceles despeinándose
las pequeñas melenas
en colores cuajados.

Van Gogh,
una gota de sol en los pinceles,
girasol del amarillo,
infancia del sol,
la paloma de las lámparas
que amamos en las cosas,
despegándola con los ojos.

Yo sé como él
que a veces enloquecen los astros,
enloquece el sol
y conduce a los hombres creyentes
a espantosas soledades
donde sólo hay un girasol amaneciendo
como un baño de alazanes.

Nombre espeso,
de óleo.
Un nombre que gotea
como cuajada de trigales.

Anduvo por la ternura del mundo
una muchacha llamada Provenza
y fue como la bondad del mundo.
Tal vez buscando a Dios
y lo encontró en el sol,
cuando se derrumbaron los misales de la infancia
con un ruido feudal,
porque Dios no podía ser otra cosa que lámpara,
después de una ciudad con apellido de monasterio,
Amsterdam:
espigas de imprenta
con granos de campanas
para misales escritos gota a gota
entre las flechas de la lámpara
con pájaros de cuchillos
y lanzas idiomáticas
con golondrinas
como alabrados de tinta.

Y ahora sus cuadros iluminan.
Amaneceres.
Cuadros de sol.
En esas ventanas sin casas,
ventanas viajeras
que llegan con amaneceres pegados
a las galerías de ciudades ahumadas
donde hay que vivir,
vivir espesamente
como si el mundo fuera un gran caldo,
la sopa de la humanidad
con la capital del amor,
la ciudad del hombre,
donde hay que empaparse de jugos
que tienen gusto a mujer de la vida,
a campesino de Provenza,
como una muchacha rubia
con cielos azules en los ojos.



La luna 
(último poema)

Yo y la poesía
Ramponi y el drama religioso

Es inútil primavera que golpees la luna,
deja ya el monje maduro
en el convento del páramo,
por el deshielo de plumas y pieles de las migraciones.

Nadie cruzará esta frontera de truenos afelpados.
¿Qué estarás cantando eremita de las piedras
y de las ciudades náufragas,
para decir amor, amor,
con los buques rosados
en el duraznero femenino?


martes, 10 de julio de 2012

El Desaguadero / Nº 11

Donde confluyen la poesía y la reflexión

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ENTREVISTAS
«Un poeta que merezca ese nombre tiene que tener su propio mundo»
por Fernando G. Toledo

«La poesía nos ayuda a sostener los interrogantes»
por Hernán Schillagi


NOTAS Y ENSAYOS
por Fernando G. Toledo

(La necesidad de leer poesía)
por Hernán Schillagi

por Fernando G. Toledo


LA HISTORIA DE UN POEMA



TRADUCCIONES
por Fernando G. Toledo


RESEÑAS CRÍTICAS
por Fernando G. Toledo