jueves, 11 de julio de 2013

Palabras sin envolver


 


 La envoltura, Raquel Sinelli. Del Dock, Buenos Aires, 2012, 56 págs.


por Cecilia Restiffo



Pensar en nuestra casa a menudo nos consuela, sobre todo cuando hemos tenido un día difícil, o estamos en otro lugar de viaje. La envoltura provoca en el lector esa misma sensación, esa certeza que nos previene de la angustia, ese consuelo a futuro que conjura el pesar del presente.

El lenguaje utilizado por Raquel Sinelli (Buenos Aires, 1954) se desnuda para ampliar el espectro de alcance, cada palabra presenta una espesura que no agobia, pero hace volver al texto para entender, para sentir, para mirar otra vez:



Del otro lado de la pared

Vuelves a oír
a la niña pequeña, de meses,
sentada en la rodillas de la madre;
a caballito, un suave trote y una canción.
La risa se confunde con el llanto
y cuesta distinguir.
Los sonidos atraviesan la medianera
y traen la escena que añoras
Sin recordar, sin saber siquiera
si existió.


Raquel Sinelli
El libro se estructura en tres capítulos numerados, cada uno de ellos presenta un plano diferente y exige del lector, una intensidad en la lectura para acompañar el movimiento de los pliegues. En la primera parte el recorrido se produce dentro de la casa: por sus refugios, ahondando en los ritos de un tiempo lejano, se abisma en los recuerdos, en las escenas que constituyen el yo, esas partes de la conciencia que son ejes, que son piedras sobre las que nos edificamos: «La que fui escribía en la cocina: / sobre la mesa de formica / extendía los papeles después de limpiar los restos de la cena». Este ambiente interior no deja de ser natural al ser humano, hay una confidencialidad que está atravesada por lo cotidiano, y es esa perspectiva la que provoca una superación de lo individual en la experiencia, lo que permite que el lector traspase esta intimidad sin sentirse un extraño:



La partida

En la madrugada de la cocina,
todavía oscuro, deja el deshabillé sobre la silla.
Gira y ve a las dos mujeres -una madre con su niña-
aparecidas en el sueño.
Ellas quieren irse
y el forcejeo por evitarlo le tensa el cuerpo.
Cerca de las hornallas
sostiene la postal fugitiva, brumosa,
que no cede, no quiere ser dicha
con las palabras del día.


En la segunda parte del libro, el desplazamiento es al no lugar, hay una pequeña fisura en la envoltura que permite mirar hacia afuera, sin embargo esa mirada se traslada sin espacio y tiempo. Parecería que se inicia una oscilación entre la intimidad y el exterior pero a través del sueño, de la imaginación, de los deseos; es un moverse sin andar, es tal vez correrse a la otra margen del río, es tratar de escuchar los ruidos del afuera que son como «un viento que le va secando el rostro». Este capítulo permite intuir la corteza, la piel, la membrana, la vestidura, con la que la autora acuña las palabras, hay una certeza: el afuera existe, está allí. A veces suave, a veces áspero pero siempre esperando. El afuera puede ser el sueño, pero también puede ser la muerte:

El secreto

Se lleva
como un prendedor del lado de adentro.
Su peso no es material.
Alguien confió, reveló su trama
y las palabras volvieron a ser silencio.

Te lo llevarás a la muerte, dice la sentencia,
como si se tratara de otro lugar.

En el tercer y último apartado, Sinelli asocia algunos elementos naturales a ese paisaje interior que se plenifica y se expande, para albergar a otros personajes que son parte esa trama protectora. Así encontramos a la luna como un testigo niño del amor maternal, y recorremos el cielo con los pájaros que una vecina observa antes de la cena; entramos en un territorio poblado de encuentros y pérdidas, los hijos tan propios y ajenos; o los abuelos que desandaban el trajín en el silencio del aprendizaje:


El regreso

Vuelve al agua, hermana
despliega otra vez
el estilo mariposa.

Brazadas solitarias
entre andariveles,
como de niña
cuando entrenabas
en el Club Gimnasia.

Vuelve a nadar
hasta cansarte
y no escuchar
los gritos de la orilla;
un largo que supere tus marcas
hasta que la tarde cubra la pileta.


La respiración final que propone la autora, está cortada por la cadencia perfecta de la palabra y la experiencia, entonces aparecen las mujeres: las que éramos en los sueños a la hora del té y las que somos a la intemperie de la calle que nos conduce a destino, una calle poblada o solitaria, que exige una envoltura en caso de accidente: «Se ríen fuerte, / sus ropas son chillonas. // En la esquina sentadas / en el umbral de un antigua carnicería / conversan entre ellas / mientras esperan al cliente».

El último poema se espeja con el que abre el libro, ambos se multiplican a medida que nombran y sostienen las partes de un todo que, hacia la última página, en primera persona, se perdona y se permite corregir los errores pasados, para que esa envoltura no se rasgue ni se diluya:


Sobre el camino


Quizá debamos esperar
que la duda macere,
que la intuición
pueda llevarnos de la mano
como cuando éramos niños,

ver opciones, enlaces
para que cada pieza
tenga sentido.

Esto permitiría decir:
no era un error, era necesario.



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