sábado, 13 de diciembre de 2014

Entrevista a Rafael Felipe Oteriño

«La poesía y el pensamiento son primos hermanos»

Rafael Felipe Oteriño.


Por Fernando G. Toledo

1

Para Rafael Felipe Oteriño (Buenos Aires, 1945) la poesía no es ni un canal cuyo cauce llega a lo divino ni un remplazo del discurso cotidiano, indistinguible de este más que por la declaración previa de que tal cosa es poesía. Al contrario, desde su primer libro, Oteriño ha considerado a la poesía –, quién sabe si por modestia o ambición– como «una facultad de desconocer que lleva al conocimiento».
En gran medida esa concepción se atestigua a pleno en Viento extranjero (Del Dock, 2014), el último libro de este poeta. En el título se cifra una de las claves que animan los poemas aquí incluidos. El viento, como el río o, más ampliamente, el agua, aparecen como constantes en el recorrido de las páginas. Son imágenes de lo inasible que se presenta a diario, que corre para perderse y luego reaparecer, igual y distinto (extranjero): «la prosa del mundo en un viento huracanado».
Oteriño mantiene aquí su afán por atravesar lo mirado con el bisturí del pensamiento, pero cambia el enfoque de otros libros y se permite una cercanía mayor con los temas abordados. Si, como apunta Pablo Anadón en un ensayo sobre Oteriño, la poesía de este «busca un registro impersonal, distanciado de las circunstancia individual» (1), en Viento extranjero la voz del poeta se hace más íntima. Por eso, en un poema se lo oye dialogar con su hija, en otro nos muestra la nostalgia por la infancia y en otro más evoca un antepasado al que se siente extrañamente ligado.
Sin embargo en este libro, disueltas las distancias, aparece algo que permite al poeta hacer que la cercanía no lo ciegue. Oteriño adopta una mirada que no se duele con lo que ve, porque a todo lo observa como si recién lo descubriera y, una vez comprendido, lo asimilara con un estoicismo perfeccionado (quizá) con la edad. Lo muestra cuando, al evocar la Ciudad natal, escribe: «Bienvenido sea / porque puedo ver la obra del tiempo / que de ordinario le es negado a un solo hombre». O cuando habla de unas hamacas: «En el vaivén está su secreto, / en el soplo y en la brasa, en la aparición y en la desaparición. / Por su abundancia, la luz tiene necesidad de repetirse, / hace nido en la piel y se transforma en memoria» (2).
El paso dado adelante en las cosas, en el Oteriño de Viento extranjero, también se evidencia en el hecho de que es este un libro agradecido, sobre todo de sus pares, aquellos que, metidos en el mismo barro de la poesía, le han mostrado a nuestro autor gemas de un brillo que no olvidará. Por ello es que aparecen nombres explícitos (Horacio Castillo, Javier Adúriz, Wisława Szymborska) y otros tácitos, como en el poema Todos, alguna vez, estumivos en el Paraíso, de inconfundible cuño borgeano.
Si hay un breve cambio de rumbo en este libro de Oteriño, lo que no cambia, aun con los embates del viento, es la hermosa musicalidad de sus versos. En el ensayo ya citado, Anadón hablaba de la «evidente atención» por la forma en la escritura, a pesar de que sus poemas estén trazados en versos libres. En Viento extranjero la música es fresca como una serenata barroca, conseguida a través de un ritmo definido en ocasiones porque late en las entrañas de sus poemas una versificación clásica. Leemos, por ejemplo, en el ya mencionado poema Ciudad natal: 


«(...) El viento de la avenida me lleva adonde quiero ir,
pero no llego, no puedo llegar a esa ciudad que sólo vive en mí,
derrotando al tiempo todas las horas».

Basta con repasar ese hermoso segmento para descubrir, entonces, que hay endecasílabos y heptasílabos que funcionan en esa trama poética que teje Oteriño, e incluso rimas disimuladas en los pliegues. Se ve al reordenar los cortes:

«El viento de la avenida me lleva
adonde quiero ir,
pero no llego, no puedo llegar
a esa ciudad que sólo vive en mí,
derrotando al tiempo todas las horas».

Música y pensamiento, estoicismo e intimidad. Si lo pensamos así, son ingredientes justos para una poética ideal. Y eso es lo que, en gran parte, consigue Oteriño en Viento extranjero, que condensa y amplía su poesía y es ahora, quizá, una de sus mejores obras.

2

Poco después de la edición de Viento extranjero, y justo luego de la distinción Rosa de Cobre, que le entregó la Biblioteca Nacional, Rafael Felipe Oteriño llegó a nuestra provincia para participar, como invitado, del II Festival Internacional de Poesía de Mendoza. Con la excusa de esa visita es que se produjo el siguiente diálogo.
Autor de Rara materia, Lengua madre, El orden de las olas y Todas las mañanas (entre otros títulos), Oteriño suele ser generoso y compartir con sus lectores no sólo su magnífica poesía sino también sus conceptos sobre la misma, Un buen ejemplo de ese afán es esta entrevista, en la que sus respuestas se acercan a pequeños núcleos ensayísticos y que, por eso mismo, vale la pena guardar y atesorar.

–¿Qué siente cuando tiene la oportunidad de leer sus poemas a viva voz, como sucedió en el Festival Internacional de Poesía de Mendoza 2014?
–La poesía, como última red de sentido, es para mí una zona de esclarecimiento. Pero en un segundo momento es un lugar de encuentro. No es una tarea solipsista, sino primordialmente solidaria. Leer un poema en público es ir al encuentro de quien en definitiva lo completará. Días atrás, al recibir la Rosa de Cobre dije que una poesía es una pieza enigmática e inacabada, que anda a la búsqueda del lector que la complete, y cada lectura la recrea y cada lector la hace suya al leerla. Es de este modo como se vuelve real la aserción borgeana de que es trivial y fortuito que sea uno el lector y otro el redactor de páginas que él denomina ejercicios, ya que el arte es siempre un trabajo de a dos: uno (el autor) y otro (el lector, espectador u oyente) que completa la obra con su participación hermenéutica.

–¿Recuerda el momento o las circunstancias en que se despertó en usted el afán por escribir poesía?
–Alrededor de los 15 o 16 años comencé mi trato con las palabras. Un poco –a lo Dylan Thomas– enamorado de ellas: por lo que decían, por lo que callaban, por lo que escondían; por su grafía, por sus sentidos y sonidos. Las palabras para poner orden en lo indiscernible, pero también para explorarlo. Al poco tiempo ingresé a Derecho y en su arquitectura lógica-racional creí hallar respuestas a mi necesidad. Pero fue insuficiente y la poesía siguió a mi lado procurándome esas respuestas. Claro que de un modo elíptico: por deslizamientos, raptos y relámpagos.

–En más de un juicio crítico se ha caracterizado a su poesía como un trabajo cuyo fin es similar al de la filosofía, en el sentido de verse como un medio intelectual para conocer mejor el mundo. En una particular Ars poetica que incluye en su libro Todas las mañanas, define a la poesía como «una facultad de desconocer que lleva al conocimiento». ¿Es ese afán el que ha motorizado toda su escritura? ¿Por qué se da en usted en la forma de un poema (sea en verso, sea en prosa) y no, por ejemplo, de un ensayo filosófico?
–Mi afinidad es con el verso, aunque leo mucha filosofía. Creo que la interrogación y la perplejidad filosófica van de la mano con la curiosidad y el asombro poéticos. Aquel «desconocer que lleva al conocimiento» no es más que la puesta en práctica de ese movimiento de exploración que motiva tanto la elaboración del pensamiento como el advenimiento del poema. Aunque, ciertamente, no se trata de lo mismo: el poema está asistido por la mágica técnica, mientras que el pensamiento está más sujeto al discurrir lógico. Aunque ambos corren velos. Me animaría a decir que son primos hermanos, como lo fueron con claridad en la antigüedad presocrática.

–Hace unos cinco años el volumen En la mesa desnuda reunió toda su poesía publicada hasta ese entonces. ¿Qué sintió al observar todo ese trabajo acumulado, qué cambios, permanencias, evolución o constancia detectó en su obra?
–Reuní en ese volumen aquellos poemas que, por estar asistidos de una cierta arquitectura formal y un mismo espíritu de búsqueda, daban el tono de mi voz. Una voz hecha de la lectura de mi tradición literaria, pero también de un paisaje propio, acaso más natural que urbano. Después de todo, me crié en zona de quintas, entre plantas y animales, y luego me mudé, aún joven, a descubrir el mar. Como también soy hijo de la cultura, reuní todo eso en una serie de poemas (hoy ya insuficientes para representarme, puesto que publiqué dos libros más que no están allí incluidos) enlazados con el criterio de exponer una mirada particular: la mía, la que fatalmente yo puedo expresar.

–A pesar de que usted elige el verso libre, hay una musicalidad patente en sus poemas. Últimamente, además, se aprecia la aparición de textos que van en compañía de los demás pero no están escritos en versos; son lo que suele llamarse «prosas poéticas». ¿Cómo encuentra usted la «horma» de su decir poético?
–Lo primero que escribí en verso fueron sonetos y su métrica y acentos todavía se adivinan en mis frases. Pero también me importa lo que denominaría la «aproximación simpática» al poema: su aspecto visual, su distribución en la página, el equilibrio entre los blancos de las estrofas y la intensidad física de las palabras. Creo que el poema es un arte semántico, sonoro y visual. En cuanto a esos poemas de aparente literalidad (me cuesta hablar de «prosas poéticas», más allá de que remiten a Baudelaire), no difieren de aquellos acomodados a preceptivas más tradicionales. La poesía se diferencia de la prosa por su intensidad, originalidad e inevitabilidad (algunos hablan de velocidad) y no necesariamente por sus aspectos formales. Lo que hay es escritura, lo que hay es lenguaje, operando como disparadores de ese «algo más», de ese ruido de fondo que pugna por ser escuchado.

–¿Qué poetas en particular o escritores en general cree han sido las grandes influencias en su poesía?
–Los enunciaré por orden de aparición o descubrimiento: Molinari, Saint-John Perse, Borges, Ungaretti, Montale, William Carlos Williams, Auden, Mastronardi, Czeslaw Milosz. El espectro es amplio y variado: de lo general a lo particular, de lo platónico a lo circunstanciado. Durante el último año he estado abocado al estudio de las experiencias poéticas del polaco Zbigniew Herbert y del inglés Philip Larkin.

Oteriño en el II Festival Internacional de Poesía de Mendoza.
Foto: Camila Toledo.
–¿Qué obras de sus contemporáneos poetas admira o, de manera más abarcadora, qué nombres sugeriría a alguien que quiera tomar como consejo algún autor contemporáneo que usted aprecia por su poesía?
–Horacio Castillo, Santiago Sylvester, Leopoldo Castilla, Rodolfo Godino, Santiago Kovadloff, César Cantoni, Néstor Mux. Fueron y son mis amigos y seguramente mi opinión está teñida de subjetividad. Pero hay miga en ellos.

–Suelen interesarme particularmente los «rituales» de escritura. Hay poetas «estacionales» (que escriben en cierta época o momentos del año), hay prolíficos poetas que escriben en cualquier parte y momento; otros que necesitan rodearse de objetos, libros o compañías especiales para escribir. ¿Cómo es en su caso el trabajo poético? ¿Cuándo siente que ha concluido un poema y cómo construye, al mismo tiempo los libros (por acumulación o por concepción previa)?
–De acuerdo a dichas categorías, yo sería un poeta «estacional»: normalmente escribo entre la primavera y el verano y siempre de mañana, desde muy temprano; luego, eso sí, corrijo largamente los poemas, en el intento de llevarlos a buen puerto. El propio texto me señala cuándo está concluido: como un duende, se separa de mí y ya es otro (pieza enigmática e inacabada que sale al encuentro del lector, como digo más arriba). El libro se organiza de acuerdo a un tono: el último libro (Viento extranjero) se fue armando desde un tono bajo, horizontal, que hurgaba en los rincones físicos y en los rincones de la memoria.

–Dirige una colección de ensayos sobre poesía, Época, en Ediciones del Dock. ¿Cree que las nuevas generaciones de poetas necesitan también de la reflexión poética y que esta puede encauzar o modificar de algún modo los rumbos de la poesía?
–Creo en la reflexión poética y me interesa, especialmente, la que proviene de los propios poetas. La poesía es –como dijo SJ Perse–, antes que un modo de conocimiento, un modo de vida y de vida esencial. Una manera de mirar, una manera de organizar los datos de los sentidos, una propuesta siempre nueva. Original en el sentido de remitir a las fuentes y escapar de los lugares comunes y convencionales de la comunicación.

–Desde muy temprano gozó usted del reconocimiento, a través de premios y galardones. Hace poco recibió la distinción Rosa de Cobre, de la Biblioteca Nacional. ¿Qué representa para usted esta distinción?
 –¿Qué significa? No sin un dejo de ironía y descreimiento, diría –con palabras de Robert Frost–: un sostén, un remanso momentáneo contra la confusión (mía, por supuesto). Piadoso, todo esto se borra muy rápidamente.

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(1) Anadón, Pablo. «La conciencia artística desamparada. Lectura de la poesía de Rafael Felipe Oteriño», en La poesía en el país de los monólogos paralelos. Colección Fénix, Editorial Brujas, Córdoba, 2014.

(2) Oteriño, Rafael Felipe. Viento extranjero. Colección Pez Náufrago, Ediciones del Dock. Buenos Aires, 2014.

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Tres poemas de 
Viento extranjero
de Rafael Felipe Oteriño


Todos, alguna vez, estuvimos en el Paraíso

El que observó a medianoche la espuma blanca del cielo,
el que oyó un galope prolongado en la estepa de la mañana,
los que presintieron la lluvia y se refugiaron en ella,
el pescador que aguarda el próximo pez que prenderá esa tarde,
el que recuerda el olor a café detrás de una puerta que no existe,
quien siente en la boca la primera palabra de un verso:

todos, alguna vez, estuvimos en el paraíso;
las manos lo tocaron y el pecho aspiró su aroma,
el Paraíso cedió por un instante -se detuvo allí-
alzó un vivac en el que cada fragmento coincidió con su parte:
las sombras con el árbol, el árbol con el camino,
el río de Heráclito con el río a secas.


En grandes círculos

Quedé varias horas mirando el humo girar sobre los techos,
la vida regresaba a mí en grandes círculos,
una nube era seguida por otra nube,
la luna no menguaba sino para brillar con más fuerza,
la confianza era bendecida por gotas de lluvia.

Una rama menos callada musitó al oído:
lo que no tuvo comienzo tampoco tiene fin.

En grandes círculos,
como los batallas en los libros de historia,
como las fechas en la memoria de los más viejos,
como las notas de cristal de ese pájaro
que canta a intervalos y aclara el día.


Mis ojos prestan más atención

Mis ojos prestan más atención a los detalles,
mis oídos no se cansan de escuchar,
alertados por las cuatro estaciones.

No es que quiera apropiarme de lo que no es mío,
pero esta hora, también nacida para mí,
sucede afuera, en la lluvia y en el camino.

Hay otra luz que no sabría conjugar sin su ayuda
y que se vuelca invencible sobre las cosas.
Nuevos dioses proyectan sueños más prolongados.

Necesitaría otra vida y no sería suficiente.
El escarabajo y la oruga tienen mayor oportunidad
de dibujar travesías sobre la mesa.

Yo quisiera estar a su lado orquestándolo todo,
con la confianza del que bebió su pócima
y escucha el mandato de comenzar de nuevo.

Cuando esta hora y el telón de agua dormida
amenacen con quitarme el mundo y mis ojos con él.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente reportaje a Rafael. Uno de los grandes poetas nuestros.
Me quedé leyendo los tres poemas seleccionados, profundos como un río calmo pero de aguas hondas.
Abrazo a los desaguaderenses

Leandro Calle

Fernando G. Toledo dijo...

¡Gracias, Leandro!