lunes, 14 de marzo de 2016

Pensé que se trataba de poetas

Ilustración de Pablo Lobato


Algunas notas sobre el cruce entre el rock y la poesía

por Hernán Schillagi


1. Spinettalandia y sus videos. Cuando hace unos años irrumpió el tan disparatado como genial programa de televisión Peter Capusotto y sus videos resultó saludable ver cómo se construía el andamiaje entre un tipo de rock clásico y potente (en los videos) con la parodia casi brutal a los diferentes clichés y gestos ampulosos del rocanrol (en los sketchs). Sin embargo, una de las escenas más relevantes ha sido hasta el momento esa que se metió con el prócer y poeta más insigne de la historia del rock argentino: Luis Alberto Spinetta. Allí aparecía un bipolar «Luis Almirante Brown» que proponía aunar en sus canciones letras de un alto calibre lírico con estribillos bien populares y escatológicos, tipo cumbia picaresca. Así, el dúo Capusotto & Saborido se burlaba precisamente del tan estimado estilo spinetteano para componer las letras. Con exageraciones en el hermetismo y el universo luminoso del Flaco al comienzo, para luego rematarla con fraseos al modo de «Laura, se te ve la tanga», más que de «Laura va». Entonces, ¿qué relación han tenido la cancionística del rock y el género poético? ¿Siempre fue equilibrado el empalme entre la canción y el poema? ¿La letra es un mal necesario para los músicos? ¿Un compromiso que hay que resolver rápidamente y como sea? ¿Cuánto de casualidad hay en las composiciones? Si hasta el mismo Luis Alberto, que escribió maravillas como «Todos los espejos de su corazón / se quebraron en mí...», se confesó una vez ante un periodista: «No hago poesía, soy poético».

2. Yendo de la letra al riff. Todo poeta que pase largamente la treintena, no puede dejar de reconocer que una de las puertas de acceso a la poesía (y a la literatura toda) fue el rock. Como recuerda el poeta y narrador Fabián Casas: «Hace muchos años, en mi adolescencia, yo iba a esa galería (Galería del Este, en Florida) porque ahí estaba un local de la marca de ropa Little Stone que en ese entonces hacía furor […] En una de esas incursiones de testosterona pasé por la librería que aún hoy está en la galería y vi a Borges. Me quedé tieso. Estaba sentado, vestido con un traje claro y una mujer le pasaba un vaso de agua. Yo, iniciado por mi maestro de séptimo grado, ya había leído alguno de sus libros, pero creo que en ese entonces me interesaba más el rock que la literatura…». Podríamos hablar, por lo tanto, de las esplendorosas letras del tango o del Nuevo Cancionero Latinoamericano, pero nos tocó esta generación alocada, melenuda y ruidosa: la rockera. Marta Castellino describe a los poetas de fin de siglo atravesados por: «La intertextualidad con el denominado rock nacional, emergente de una particular relación tanto con los medios masivos de comunicación como con la denominada ‘cultura popular’…». Los manuales escolares de los ’80 y principios de los ’90 ya nos inyectaban tímidamente «La balsa», de los iniciales Nebbia y Tanguito, «El oso», del legendario Moris, o «La vida es una moneda», de un cuasi adolescente llamado Fito Páez. Hemos crecido, entonces, escuchando las canciones de Sui Generis, de Almendra y de Pescado; de Vox Dei, de Manal y de León Gieco; cuando «Todo era nada, era nada el principio» y las confesiones se hacían en invierno; donde las pibas eran «muchachas» que nos miraban fugitivas con «ojos de papel». Eso sí, ¿algún poeta se habrá atrevido en su libro a tratar a una mujer como «nena»? El mal traducido y bastante machista «baby» ha sido un latiguillo paladeado por todos los cantantes. ¿Su función? Comprobar, por un lado, que el canal esté abierto: «Espero que las sombras se hayan ido, nena…», clamaba Charly García. Por otro, completar ramplonamente un par de sílabas y cerrar así una estrofa escandida a la topa tolondra: «Vos no me dejaste, nena…» (Spinetta en Pescado Rabioso). «La letra es generalmente un complemento de la música», se excusaba el mismo Charly en una entrevista, pero deja abierta una ventana: es posible ir más allá con las palabras (claro, él fue a lugares insospechados, maravillosos y reveladores). Aunque, más temprano que tarde, nos dimos cuenta de una realidad incontrastable: la llegada de la palabra cantada tiene un poder feroz que la poesía no alcanza ni a soñar someramente. De este modo, Ulises Naranjo nos avisaba en la contratapa del libro Letanía beat, de Luis Ábrego: «La literatura fue derrotada por la música…». Para más adelante darnos una débil (aunque esperanzadora) posibilidad: «Sin embargo, esa batalla perdida, para los escritores, redunda en un encuentro más profundo: la palabra termina lo que inició el rocanrol…». Por eso, estas notas exudan un carácter inactual, sesgado, algo melancólico y contradictorio. Como esos señores -pelados, panzones- que llevan a sus hijos a los recitales para perpetuar un ritual que nunca terminaron de entender.

3. Íntimos enemigos. La canción y el poema han tenido siempre una relación de innegable amor/odio. ¿Puede un poeta escribir sin dificultades una «buena canción»? Pienso en Pipo Lernoud, en Adrián Abonizio, o en Marcelo «Cuino» Scornik. ¿Es el songwriter capaz de parar en una hoja sin sonido un puñado de versos que no tambalee en la segunda lectura? Traigo los nombres de Pedro Aznar, de Palo Pandolfo, o de Rosario Bléfari. También ha habido cruces inesperados entre los géneros, como un Miguel Mateos haciendo, en «Los atacantes del amor», una reversión bastante lograda con los versos del poema «Cosas» de Juan Gelman. Donde el autor de Gotán dice: «Los atacantes del amor / enmascarados por el mundo /asaltan en la calle…»; el rockero, por su parte, entona: «Rojo cielo, van a llegar / los atacantes del amor / a liberar las cárceles / de la luna…». En este caso, al menos, las comparaciones nos devuelven «un poco de satisfacción». «Y desafiando el oleaje sin timón ni timonel...», canta y escribe Joaquín Sabina con bastante intriga. El cantautor, nacido en Jaén, ha demostrado como nadie que no es tan así aquello de que complejidad y popularidad son imposibles en nuestro idioma. Si bien sus letras siempre fueron muy elaboradas y con un cabal conocimiento de las formas clásicas (con las que juega todo el tiempo), los últimos tres o cuatro discos son de una manufactura nunca vistas, por oscuras y efectivas. Algunas son en colaboración; otras, versiones «libérrimas» de canciones consagradas («En pie de guerra», versiona al mismísimo Leonard Cohen) y las menos, canciones correctas, divertidas o ingeniosas («Embustera», «Parte meteorológico»). El libro que escribe Benjamín Prado, Romper una canción, evidencia el proceso, tortuoso y desafiante, de escritura a cuatro manos entre Sabina y él: ¡no se dejaron pasar una! Al contrario de la mayoría de los músicos, Joaquín escribe los poemas antes (sabe, cómo no, cuándo unos versos van para una canción y cuándo se quedan en un soneto); luego se reúne con su banda y vuelve a corregir en función de la música. Este trabajo compositivo, me arriesgo a manifestar, es mucho más eficaz que el del solitario poeta, ya que se pone al servicio de otros ojos, de otros oídos y de otra cadencia. De algún modo, también, hasta es más humilde. Aunque la soberbia de un poema bien escrito traspase ritmos, descontextualizaciones y programas anodinos de radio. Finalmente, ¿será Enemigos íntimos, el disco que hizo con Fito, el álbum con las mejores letras del rock argentino, que -para bajarnos un poco el orgullo nacional- escribió un español con todas sus zetas? Alguna vez, alguien tenía que decirlo aunque sea a modo de pregunta.

4. Flaca, no me claves tus poemas. En una nutrida Antología del rock argentino, la periodista Maitena Aboitiz recoge de primera mano «la historia detrás de cada canción». Allí, rockeros de letras emblemáticas como Andrés Calamaro no se reconocen para nada como poetas, ya que lo de ellos es la música. A la idea de «complemento» de Charly, se le suman el azar: «Casi siempre empiezo con la música ya encendida: voy haciendo la música y terminando la letra. Pero lo mejor es querer escribir y llenar papeles escribiendo…» (Calamaro); la obligada y subsidiaria cortesía de encajar palabras: «Me duele un poco escribir, entonces lo trato de hacer lo más rápidamente que puedo. Después, obviamente corrijo […] Por ahí, me doy cuenta que quiero decir otra cosa y la cambio ahí…» (Gustavo Cerati); también cierta planificación propia de la hibridez: «A veces necesitás una parte C, una tercera parte, más tranquila, que no diga mucho, para que cuando vuelva el estribillo, vuelva la estrofa, recobre la fuerza del principio y que sea una excusa para volver a escuchar lo que tenemos ganas de escuchar una vez más…» (Edu Schmidt, de Árbol). Nuevamente, el autor de Alta suciedad concluye con una afirmación de género: «Hay que entender la música y las guitarras, y no la letra…». Para subrayar este enunciado, en el prólogo de otro libro, El rock argentino en cien canciones, los autores nos previenen ante la «traducción» de los sonidos a letras de molde: «Quizás parezca obvio pero vale la pena insistir en que se trata de canciones: las ‘letras’ de rock existen para ser escuchadas antes que leídas. Es decir que los cien ejemplos que desfilan a continuación naturalmente fueron concebidos junto a la música, y su universo de sentido se activa en relación con ritmos y melodías…».

5. Un bajón para el poeta idiota. Pienso que si Carlos Solari (así, sin ser el mítico Indio ni el cantante de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota) hubiera escrito nada más que poemas (muy buenos, por cierto) y publicado libros (a pulmón, en editoriales pequeñas o autogestivas); entonces, en lugar de haber venido en un jet privado desde su residencia en Nueva York, y cantado épicamente frente a una multitud bajo la lluvia, habría llegado a Mendoza por vía terrestre, todo contracturado por los asientos vencidos del coche semicama. Luego habría leído en una sala oscura frente a treinta personas y vendido auspiciosamente once ejemplares. No obstante, el fenómeno ricotero es bastante complejo. Porque en toda entrevista al público, los mismos fanáticos (y no eran experimentados lectores de poemas), destacaban el valor testimonial de las letras y su alta poesía, pintándolas en trapos, ploteándolas en las lunetas de los autos y coreándolas a pogo limpio. ¿La música ayuda a romper el prejuicio feroz que hay frente a la lírica? Lo que más me intriga: las letras/poemas de Solari no son precisamente directas y literales como las del rubicundo Axel, por caso. Hay cerrazón y metáforas rebuscadas en los versos. Diego Colomba en su muy completo ensayo Letras de rock argentino habla de una «línea dura» en las estéticas y arriesga una respuesta: «Esta línea estilística puede recurrir a tantos tropos y figuras como lo hace la lírica. La diferencia radica en la actitud, el ethos del personaje que construyen, y en cómo funciona el trabajo retórico y temático en función de aquellos. Su dureza, desencanto, sarcasmo, lo alejan de la sensibilidad sutil del lírico o de la ligereza del pop…». Algunos piensan que se puede escuchar por años una canción sin reparar en la letra. ¿Será esto una autodefensa inconsciente ante la poesía? No me cierran, además, todas las letras de Solari, como tampoco me convencen todos los poemas de Roberto Juarroz. En el caso del primero, la música ayuda, son más que una buena liric; pero desnudas pierden bastante. Eso sí, sería injusto desvestirlas de la instrumentación original para compararlas con un buen poema de Olga Orozco o de Jorge Leonidas Escudero (para dar dos ejemplos extremos). Lo mismo pasaría con cualquier poeta parado frente a 150.000 personas leyendo -en medio de la tormenta- un poema, y sin la protección distante del soporte libro. ¿La canción y el poema son dos géneros tan diferentes? ¿La canción es una categoría en sí misma, con leyes propias? ¿O podrían tener más coincidencias de las pensadas? Seguramente, los festivales de poesía deberían invitar más seguido a los rockeros que escriben con conocimiento de causa (siempre y cuando no cobren los cachet que acostumbran), para probar, comparar y pasarse trucos de un lado y del otro. Pienso en «Juguetes perdidos» del Indio, esa que empieza poderosamente: «Banderas en tu corazón…». La leo en la pantalla fría y le noto la falta de cohesión, la rima facilonga, la irregularidad métrica, cierta caída en lugares comunes. La busco luego en Youtube: me golpea, me encanta (en el sentido de hechicería) y me parte la cabeza en cuatro. Todas las «falencias» por escrito casi se borran en el audio, justamente, como por arte de magia. Aunque otra vez aparece el mismo Capusotto dando recetas en su programa sobre cómo escribir letras «al uso ricotero» para bajar de un hondazo mordaz cualquier asomo de solemnidad poetil. Por lo tanto, el poeta siempre se encontrará más expuesto en sus palabras que el compositor, pero se podrá refugiar tranquilamente en las páginas de un libro y no tendrá que salir a defenderlas con el cuerpo ante la euforia y el paroxismo de una multitud deforme. Sé de algunos que lo han hecho y lo hacen. Son los menos. Sería una pequeña voz frente al mundo, como quiere Diana Bellessi: «Porque la poesía nunca estuvo aquí, sino allá, en la rebelión del cuerpo, en la revuelta descomunal del habla a la que no se enjaula así nomás, quiere hablar y le sale espuma, y esa espuma corroe como un ácido las retóricas prolijas que nos supimos conseguir…». La poesía y el rock, las canciones y los poemas, los poetas y los cantautores; especies que siempre se miraron por sobre el hombro, desconfiadas, pero que nunca dejaron de ir de la mano para diferenciarse, para robarse, para retroalimentarse. Que los cantantes leen poco y son exhibicionistas, que los poetas han perdido cierta musicalidad y no tienen en cuenta al lector. Así y todo, hay algo de lo que estoy seguro: desde que se conocieron, ya nada fue igual. Bienvenida la incómoda convivencia.



Menciones (en orden de aparición)

-Casas, Fabián. «El día que la literatura de Borges cambió», en Revista Ñ, 20/06/2009.
-Castellino, Marta y Zonana, Gustavo. Poesía argentina: dos miradas. Corregidor, Buenos Aires, 2008.
-Naranjo, Ulises. Contratapa de Letanía beat, de Luis Ábrego. Diógenes, Mendoza, 1998.
-Prado, Benjamín. Romper una canción: Joaquín Sabina. Aguilar, Madrid, 2009
-Aboitiz, Malena. Antología del rock argentino, la historia detrás de cada canción. Ediciones B, Buenos Aires, 2011.
-Toscano y García, Guillermo y Warley, Jorge . El rock argentino en cien canciones. Colihue, Buenos Aires, 2013.
-Colomba, Diego. Letras de rock argentino: géneros, estilos y transposiciones (1965-2008). Editorial Academia Española, 2011.
-Bellessi, Diana. La pequeña voz del mundo. Taurus, Buenos Aires 2011.










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