viernes, 15 de abril de 2016

La historia de un poema de Carlos Battilana

Foto tomada por Gustavo Gottfried


por Carlos Battilana*
-Especial para El Desaguadero-


Escribí El dulce porvenir hace algunos años. Todas las mañanas me llevaba una hora levantarme, tomar un café, estar un poco solo a la madrugada. Era una hora de desasosiego, pero también de cierta calma que por algún motivo no hallaba luego a lo largo del día. Otra hora la tomaba para preparar el desayuno, la ropa y cambiar a mi hijo antes de que viniera la combi que lo llevaría a su escuela. Y luego de saludar a Marcos, besarlo, acariciarlo infinitamente, recuerdo que un día empecé a escribir un poema en el escritorio. Al escribirlo, recordé a muchos poetas, compañeros y amigos, a los que había conocido a fines de los años 80, tremendos poetas de libros y poemas excelentes, con los que compartí la pasión y el fuego de la poesía. Hacía tiempo que no los veía. Las horas y los días de aquella época juvenil estaban impregnados de incertidumbres y deseos simultáneos, en ese momento de la vida en que uno empieza a caminar hacia algún lado. Tal vez idealice un poco, no lo sé. La poesía era en aquella época una constancia, una suerte de ingreso a un mundo lleno de intensidad. Un invisible hilo vital y una sensación física sobre el paso del tiempo saturaron el instante de escritura de El dulce porvenir. Me percaté de que todos ya éramos grandes. Un tema común, es cierto, condensaba el pequeño acto de cambiar a mi hijo, y de despedirlo hasta la tarde: la fugacidad. Casi podía tocar los minutos que se habían acumulado en el transcurso de mi vida. Sentí un terrible vértigo. Escribí ese poema recordando un film que hablaba de niños y adolescentes que tienen un espantoso accidente en una ruta. El «futuro», el «porvenir» es una inscripción social, una marca muda que se les imprime a los jóvenes en los rostros. Una inscripción silenciosa, pero sellada a fuego. Sabemos que la infancia es un puro presente; sin embargo el impulso biológico de la sociedad les impone una suerte de misión a cumplir (la patria, el orden social, la continuidad de la especie, el bien) en el tiempo que sobrevendrá. Como sea, de manera tenuemente irónica, utilicé el título del film: El dulce porvenir.

Leí el poema en voz alta durante un verano, en casa de una amiga. Había organizado una reunión donde tomamos café, y luego leímos poemas. Me tocó el turno, y empecé a decirlo despacio, a pronunciar palabra por palabra; no me resulta agradable la emoción explícita en una lectura, y mucho menos la estridencia. Sin embargo, no pude evitar emocionarme. Pasado un tiempo, me solicitaron unos poemas para un suplemento literario; me pedían una selección de textos de un libro que había sido editado hacía pocos días. Pero le envié ese poema al editor, y decidió publicarlo. Posteriormente lo incluí en un libro que se llama Un western del frío. Creo que el poema habla del paso del tiempo, sí, y también de mi hijo, sí, pero sobre todo del tesoro vital que puede ser cada instante: una vivencia que no busca necesariamente ni el bien ni la verdad, sino su propio vértigo y su propia expansión.



Buenos Aires, 25 de febrero 2016


El dulce porvenir 

Cuando los mejores poetas de mi generación
curtidos por las drogas
la grasa y el vino excesivo
están haciendo pie
y pueden usar la palabra templanza
con toda propiedad

reunir poemas
evaluar con cierta distancia
sus tesoros
su cúmulo precioso

cuando cerca de los 50
la juventud
es una palabra
que ha sido usada
y se puede recordar
-sí, con alegría-
las viejas amistades
los duelos
los viajes pequeños

cuando
el poeta
de los grandes experimentos
pero de otros poemas
mejores aún
es una increíble
referencia
y ahora
puede
-finalmente-
distribuir
el aire
y la respiración
porque ha corrido tanto

yo aún
el poeta de la familia
el poeta que
literalmente
ha administrado la energía
el poeta del tenis
estoy cambiando a mi hijo
interminable
en el baño
posterior de la casa
y le digo
“te amo te amo”
y barro
bajo los signos y los hábitos
de antiguos mecanismos
la ropa la basura y me muevo
-ya ciego-
entre escombros de fuego
y no tengo, lo sé,
escapatoria
no puedo ni podré respirar

amo
con pobreza
como pude

pronuncio “te amo”
como una
invocación
como una oración religiosa
-polvo del camino-
la única propiedad
con base
en lo real.


*Carlos Battilana nació en el año 1964 en Paso de los Libres, Corrientes. Doctor en Letras, se desempeña como docente de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires. Publicó los libros de poesía Unos días (1992), El fin del verano (1999), Una historia oscura (1999), La demora (2003), El lado ciego (2005), Materia (2010), Presente continuo (2010), Narración (2013), Velocidad crucero (2014) y Un western del frío (2015). Sus poemas han aparecido en antologías argentinas y latinoamericanas. Ejerció el periodismo cultural. Autor de ensayos, notas y artículos.

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