viernes, 24 de septiembre de 2010

El verso o la vida



por Hernán Schillagi


Una tenue mujer de provincia, hija de un carpintero, que apenas alcanzó a cursar el primero de la secundaria va y compra una remera verde para su hijo de 10 años. Llega a su casa, envuelve al niño como si la prenda fuera una hoja de parra, lo abraza fuerte y le dice al oído: «Verde que te quiero verde».

A ese niño que era yo, sin aviso, la poesía lo había tomado por asalto. Mi vida, por lo tanto, ya no sería la misma. Qué sucede, entonces, cuando la poesía pierde su estatuto de «arte elevado que se expresa con palabras» para rozarse de igual a igual con el lenguaje cotidiano; qué pasa, además, cuando la forma seudocarcelaria del poema se abre y el autor es un ente anónimo borrado por una maraña de frases mundanas.

Los asiduos lectores de poemas -los raros, como encendidos lectores de poemas- que empezamos anotando versos sueltos en la contratapa de las carpetas, en los diarios íntimos, en las puertas del baño del colegio; sabemos que la memoria se nos fue contaminando, saturando de versos potentes que tomaron vida propia, y saltaron con furia de un soneto a la más desaguisada conversación con un hermano en el momento justo de no saber qué hacer ante los trámites de una herencia: «No nos une el amor, sino el espanto…». ¿Y Borges? ¿Y Buenos Aires? Bien, gracias.

Es que existen, desde tiempos remotos, versos repetidos por los simples mortales (no interesan aquí los eruditos que pueden recitar el Mio Cid en castellano medieval) que son portados en la garganta como el último trago de agua, ante una realidad desértica que nos cubre de cardos y ortigas. Lo insinúa Daniel Link cuando habla de la poesía de Arturo Carrera: «Sí, los versos (sueltos) son una voz inmemorial que canta desde el fondo de los tiempos, un laberinto de pura pérdida que sobrevive en nuestra memoria como la sola promesa del canto, y por eso los recordamos...». Sin embargo, los versos que se dicen casi con inocencia no actúan de manera conclusiva y sabihonda como sí lo hacen el refrán o las frases populares del estilo «Dime con quién andas y te diré quién eres»; sino que un verso incorporado arremete con acierto para zanjar caminos en un diálogo que amenaza con cerrarse y repujar, además, en el metal de los silencios hasta dejar una marca difícil de ser olvidada: «Me gustas cuando callas porque estás como ausente…»; y como en La caída de la casa Usher, un secreto comienza a mostrar su primera grieta. ¿Será por eso que «Cultivo una rosa blanca»?

En el prólogo a El tesoro de la lengua, Ariel Schettini propone realizar «Una antología (razonada) de los versos que se grabaron en la lengua y perdieron su autor (su contexto, su valor de acontecimiento histórico, para contar, ahora, una historia verdadera: pura actualización, puro fuera de contexto, pura posibilidad de redención, a cada momento que se los recita) y se volvieron creaciones de la misma lengua…». La poesía no pide permiso, y mucho menos un verso suelto que desborda vigencia cuando es pronunciado en medio de una transacción comercial por la simpática almacenera que nos tacha de su libretita diciendo: «¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!». El lenguaje, retribuido (ya que fue la cantera donde el poeta buscó) y, de paso, mucho más valioso. No por nada el mismo Schettini nos dispara: «porque un poema existe cuando genera un efecto de verdad».

Por lo tanto, una pregunta irreverente me viene acicateando desde el comienzo: ¿Un poeta escribe con minuciosidad toda una enorme obra para que sólo quede un verso aislado en los labios de la gente, que además ignora su autoría? Termino de escribir el interrogante y el cursor titila malicioso en el blanco de la pantalla, porque intuye que sé la cruda respuesta. Pero es que, como dice Santiago Kovadloff en Sentido y riesgo de la vida cotidiana: «El hombre se ahoga en la literalidad. El hombre es incapaz de vivir sin respirar el aire renovador de la metáfora…». Poetas, vates con el modem desorientado: «Esto es amor, quien lo probó, lo sabe». Además, en un mundo cada vez más aturdido de palabras sin reversos ni sorpresas, donde un coro de toses desafina la última noticia del naufragio; inhalar y exhalar un verso viene a ser el paf que nos abre el pecho y nos devuelve a una realidad diferente, al menos más fácil de respirar.

Lo dicho, hacer un aporte anónimo a la lengua popular con un verso suelto, intoxicar el habla de todos los días con el aire fresco de las imágenes y comparaciones inesperadas, quizá sea uno de los pocos logros concretos de la poesía (y de los poetas) en estos últimos dos mil años. Duele decirlo, pero esas son las cenizas que quedarán de nuestros poemas, aunque tendrán un sentido: «Polvo serán, mas polvo enamorado» [1].





[1] Sin caer en una contradicción, tan sólo por el vicio de citar a los autores y los poemas de donde son extraídos los versos sueltos y para que el lector vuelva a sentir el placer de releer algunos de estos textos, aquí van las referencias:


«Verde que te quiero verde…» de Federico García Lorca en «Romance sonámbulo», de Romancero gitano.
«No nos une el amor, sino el espanto…» de Jorge Luis Borges en «Buenos Aires», de El otro, el mismo.
«Me gustas cuando callas porque estás como ausente…» de Pablo Neruda en «Poema 15», de Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
«Cultivo una rosa blanca…» de José Martí en «Poema XXXIX», de Versos sencillos.
«¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!» de Amado Nervo en «En paz», de Elevación.
«¡Esto es amor! quien lo probó, lo sabe.» de Lope de Vega en «Soneto 126», de El arte nuevo de hacer comedias.
«Polvo serán, mas polvo enamorado» de Francisco de Quevedo y Villegas en «Amor constante más allá de la muerte», de El Parnaso español.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Nuevo libro de Rubén Valle


por Hernán Schillagi

El poeta, narrador y periodista Rubén Valle acaba de publicar su quinto libro de poemas, Tupé. El volumen aparece para festejar en conjunto el octavo año del sello Libros de Piedra Infinita, editorial dirigida por Fernando G. Toledo y Hernán Schillagi.


Valle apareció en la escena poética de Mendoza en 1996 con Museo flúo, a partir de allí se convirtió en uno de los ineludibles referentes al ganar además dos veces el premio «Vendimia» (1997, 2003), obtener en 2007 el «Ciudad de Mendoza» y publicar sin descanso poemarios como Los peligros del agua bendita (1999), Jirafas sostienen el cielo (Libros de Piedra Infinita, 2003) y Placebos (2004).


Los poemas de Tupé no sólo reafirman este tránsito decidido del autor por la poesía, sino que también muestran la inusitada potencia de una voz inagotable que sale a buscar su materia en lugares incómodos y poco transitados.

Dice el poeta: «Cada libro supone el desesperado intento por registrar el estado de una obsesión. Búsqueda que, intuyo -como muestra gratis de un fracaso inevitable-, no culminará con el final de estas páginas. El poema, entonces, como un simulacro de esa imposibilidad. Botella al mar, sin mar»



El libro contó con el cuidado diseño de Fabiola Prulletti, se publicó con el aporte de la Municipalidad de Rivadavia y será presentado en la próxima Feria del Libro de Mendoza 2010 el domingo 3 de octubre a las 18 hs. en la sala de Las Ideas.

Tupé recién salido del horno

Dos poemas de
Tupé
(2010)


El que viene


«A usar tu lengua vienes...»
Macbeth a un mensajero, William Shakespeare.



Maten al mensajero, pronto maten al que vino
a decir que Rimbaud desembarcó de su ausencia,
al que jura que la palabra de Sor Juana sabe tan dulce
como un pezón de luna. Maten al impostor, al que aún bebiendo toda
el aguardiente puede recitar sin respiro un palíndromo, dejarse amar
por cien mujeres y recordarlas brutalmente tan sólo con olerlas
en la penumbra. Maten al malvenido, al inesperado, al homérico.
Ciérrenle la puerta en la cara antes de verlo erguido como un lirio.
No podrán resistirlo, les dirá cómo olvidarse de lo que nunca fueron.
Los dejará en medio del círculo, los invitará a un banquete de sombras.
Maten al mensajero, al palomo malherido, al desbocado juglar
de las tabernas que apestan de solos. Pónganle hartas piedras,
ciérrenle el camino, háganle un pozo de silencio hasta que caiga.
Niéguenle la soga el rezo la rosa el orgasmo, sobre todo la mirada.

Maten al mensajero: la luz que dice traer es la luz que ya encendimos.


El reñidero



Sin la muda belleza de dos gallos
entregados al voluptuoso vals de la muerte
nuestra riña diaria se enciende
ante el mínimo roce de las palabras
y de un plumazo artero llega a su fin
Como doméstico parte de guerra quedan
las vísceras del amor
desparramadas como ropa sucia
a lo largo de toda la casa.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Una crónica del humo



Humo, de Gustavo Sánchez, EFU (Editorial Fundación Universidad Nacional de San Juan), 2010, 45 págs.


por Damián López
(Especial para El Desaguadero)

El humo siempre se camina hacia atrás. Desde la voluta casi inexistente hasta el retazo de la cosa que fue.

El Humo de Gustavo Sánchez (San Juan, 1984) merece la misma actitud. Su sustancia lo propone, lo miremos por donde lo miremos.

Antes que nada, Humo es el intento de recrear un pasado como sólo la poesía sabe hacerlo. Por el libro rondan artefactos de la adolescencia, escenas de desamor, imágenes borrosas de la calle y el barrio: una obsesión nostálgica por las cosas del mundo, siempre lejos, siempre antes:

«...Las cosas ya no valían lo que nos costaron
cuando vendí a un desconocido,
mi adolescencia...»

No hay que desviarse demasiado de la vida para encontrar vínculos con los poemas del libro. Gustavo no pretende con la poesía encontrar geografías extraordinarias en las cosas de todos los días, sino manifestar con la mayor fuerza posible que las cosas de todos los días son una geografía extraordinaria, opacada a fuerza de cansancio, comodidad y rutina. Pero aunque el camino entre la poesía y el mundo sea breve, es intenso, y nos obliga a ser nosotros operadores conscientes de esa máquina de ver la realidad, esa manera de ver hacia atrás, desde la cosa inerte y obsoleta a nuestra propia individualidad que les sopla existencia.

Leer Humo es arriesgarse a observar:

«...Se puede escuchar
el humo de tu cigarrillo
Calentando el aire...»

«...conozco artesanos.
Gente que despierta cada mañana
con una persona diferente a su lado
yéndose a dormir cada noche
con la misma.»

Cada texto desanda un pedazo de tiempo. Intenta explicarlo, y se contenta con no lograrlo. La materia del poema también de desarrolla hacia atrás, a contrapelo del buen lector que lee de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo. La contundencia de las frases que cierran (¿cierran?) cada texto genera la sospecha de que ahí está la semilla de lo que fue antes. El poema no va desenvolviéndose hacia el final, sino que abre los ojos cuando ya está ahí, y después intenta explicar(se) cómo fue que llegó hasta donde está.

Humo es una crónica del ser humano atravesando el mundo. Es el desmontaje de algo que nos es tan obvio: el mundo que nos construimos para vivir. Por suerte, la verdadera poesía no necesita mucho más que eso para salir a la luz. Por suerte, leer una crónica (las aguafuertes de Arlt, las mitologías de Barthes), conlleva la tentación de, desde ese momento, ejercer el rol de cronistas.


Algunos poemas de Gustavo Sánchez


ÉPOCA

Nada ha cambiado
desde que comencé a escribir
y dejé de vivir aferrado a un manubrio, de pie,
sobre un par de pedales:
transpiro
en el esfuerzo analfabeto junto a otros,
buscando las razones del dolor
y cómo recuperarnos.

Las cosas ya no valían lo que nos costaron
cuando vendí a un desconocido,
mi adolescencia.

Parado en la puerta de casa,
lo vi alejarse en mi bicicleta de carreras:
carbono, aluminio, titanio,
una auténtica pieza de ortopedia alejándose,
dejando atrás
lo que suele quedar de toda despedida:
un miembro fantasma.




OBRAS SANITARIAS

Me desvelo.

¿tendremos otra opción?

¿podremos negarnos
a subir escaleras de espalda?
¿ podremos seguir
bajándolas de frente?

Desnudo, camino el pasillo
abro la canilla y sumerjo la cabeza:
por las noches, al igual que el agua,
las dudas son más claras
y tienen más presión.



PREGUNTÁNDOSE

Un gran vaso de jugo de limón
aplaca la acidez;

miles de marineros
siguieron fosforescentes cadáveres
para salvarse de la muerte;

y sentados a una mesa
al costado de la Avenida
-clavándoles los codos
en las costillas-
el silencio de la ciencia
se instala entre la pareja
preguntándose
por qué muere de sed lo nuestro
si más de la mitad de lo que somos
es agua.



MI HERMANO ES UN POETA

Es tarde y hace frío en el taller.
Sólo mi hermano y yo.
Mientras él forja cosas brillantes,
filosas, incisivas,
cebo mates que tomo solo: una voz ajena
al ronroneo de la maquinaria pesada
puede ser la muerte.
Mi hermano trabaja a salvo
del doble silencio del obrero:
cuando deja de retumbar
el martillo sobre el yunque,
deja de retumbar
el martillo sobre el yunque.

Logra, y por eso
guardo la entrada a este espectáculo,
lo que el resto sólo podemos intentar
hacer en el silencio:
domesticar a golpes,
materia al rojo vivo.



CURRICULUM VITAE

He llegado por las noches
A apoyar la cabeza en un callejón sin salida
A acomodar lentamente el cuerpo a la silueta de tiza
Bajo la sábana
Sobre el pavimento mullido.