jueves, 11 de agosto de 2011

La disputa por el margen



Esa empleada doméstica indocumentada del mercado.
María Moreno.



1.
Apenas el muchacho con veleidades de poeta llena su primer cuaderno de versos, tarea que suponemos concreta con rapidez, pues «escribir para abajo» rinde, y como le urge que el mundo se anoticie de sus miserias -las del mundo-, o de la belleza de los pechos de su novia –de la novia del poeta-, sale en busca de edición en editorial prestigiosa. Mas como en tales empresas nadie se interesa por su trabajo ni, en general, por el de poeta alguno, el muchacho repudiado de manera tan grosera cuélgase el mote de marginal. Y como todo margen para serlo necesita de un centro, el mencionado muchacho edifica uno -imaginario- habitado por aquellos que sí publicaron, a quienes desdeñosamente comienza a referirse como a «los comprados»; rótulo con el que, aunque por razones distintas, concordamos: «comprados», sí, porque fueron ellos mismos quienes financiaron la impresión de sus libros.

El paso siguiente en su camino autoconsagratorio como bardo de los bordes es despotricar contra el adocenamiento de esta sociedad (incluidos los poetas que no comulgan en su capillita), incapaz de captar la intensidad de sus iluminaciones (del muchacho con ínfulas de poeta, se entiende); lo cual no sería censurable si sólo se efectuara junto al oído de alguna jovencita deseosa de entibiar las sábanas del novel escritor, pero que cuando se erige en programa estético hace agua por los cuatro costados.

2.
De un tiempo a esta parte, tanto en las grandes ciudades como en las de provincia, asistimos al cíclico recrudecimiento de la lucha por el margen; no por su enunciación, sino por la exclusividad de enunciar desde él. No obstante, si ponemos la lupa sobre el fenómeno de la lectura veremos que se trata de una actividad más o menos marginal. Si continuamos nuestro examen, descubriremos además que dentro del universo de lectores, los de literatura representan a su vez un margen, puesto que un porcentaje significativo se inclina, entre otras temáticas, hacia la autoayuda, la metafísica o las biografías de famosos. Y si lo proseguimos, esta vez con lupa de mayor espesor (tal es la dificultad para hallarlos), apreciaremos que dentro de los lectores de literatura, los de lírica son un número aún más exiguo. Por lo tanto, en un mercado que no llega a «despensa» (las ediciones de poemarios raramente superan los 200 ejemplares, que con viento a favor su autor distribuye a precio de costo entre amigos y familiares), donde la poesía es un margen dentro del margen del margen: ¿qué poeta no es un «marginal»?

Es decir, muchacho con pretensiones de chamán, como el de dios, el de la poesía no es un reino de este mundo. No en un país como el nuestro, donde los poetas pagan sus cuentas con las pobres monedas que les brindan la cátedra o el periodismo, con los billetes obtenidos en el estudio o el consultorio; no mientras, en todos sus niveles, la institución escolar se digne a recuperar su rol de entrenadora de lectores eficientes –y amorosos- de poesía. O sea, no deberías confundir «lo que da de comer con lo que alimenta» (Silvestri). Deberías en cambio aceptar -y agradecer- que la publicación de versos tenga todavía mucho de amateurismo, porque en esta condición radica una de sus más altas virtudes: la libertad; que a vos, muchacho, te permitirá, si es ese tu deseo, seguir alabando las prominentes o modestas curvas de tu novia o lanzando diatribas contra el mundo, sin la obligación amarga de cautivar a los lectores o gerentes de las casas editoriales (testimoniada por más de un novelista mártir); tendrás tan solo que gustarte y, con suerte, gustarle a aquellos que naturalmente se inclinen hacia tu obra.

3.
¿Cuál fue el objetivo que impulsó el movimiento de los dedos sobre el teclado para la redacción de estas notas? ¿Fue acaso la sola crítica de conductas? En parte. De algún modo (solo en este momento se visibiliza) estas líneas procuran que tanto el joven poeta como quienes ingresamos a un bar sin mostrar los documentos, abandonemos las minucias y animemos el fuego de una polémica genuina en torno a cuestiones relevantes para nuestro género; mientras, dejamos en manos de psicólogos (¿de qué otra cosa, sino de egos maltrechos o paranoicos, se habla cuando se instala el problema del margen y del centro?) y sociólogos el abordaje de temas para los que sin dudas están mejor calificados que nosotros. Nosotros que apenas sabemos del amor -¿obsesión?- por las palabras, nosotros que a duras penas intentamos escribir.


martes, 2 de agosto de 2011

La honda necesidad de seguir escuchando

Foto: Maximiliano Ríos.

Del amor. Lectura: Juan Gelman. Música: Mederos Trío. Dirección: Cristina Banegas. Lugar: teatro Plaza. Público: 900 personas.



Por Fernando G. Toledo


«¿Puedo por fin al fin llorar?» podría haber repetido, como en un inolvidable poema, la chica de la butaca de al lado. Ella no quería que todo acabara, pero ya era tiempo: dos horas después de que Juan Gelman y el Rodolfo Mederos Trío pisaran el escenario del teatro Plaza de Godoy Cruz, el espectáculo Del amor concluía consiguiendo el extraño prodigio de dejar a toda la audiencia en estado de éxtasis.

Gelman en su voz y sus textos, Mederos con su bandoneón infinito, más la guitarra de Armando de la Vega y el contrabajo de Sergio Rivas entretejieron una trama sutil que fue envolviendo al auditorio como con las artes de un hipnotizador. No es común ver un público tan amplio y heterogéneo (aunque en él abundaran escritores y diletantes), tan entregado a lo que, de seguro, muchos esperaban que fuera magnífico pero pocos que resultara así, avasallante.

Quizá porque Gelman eligió esos poemas de amor en los que las palabras más gastadas alcanzan un nuevo brillo, en los que las palabras novísimas copulan con las primeras para gestar al verso siguiente una nueva música, un nuevo sentido. Poco importaba que leyera esos sus poemas más célebres como alguno quizá más reciente y menos calado aún en nuestros huesos: su voz cansina, su constante embeberse en el silencio que acechaba, desgranó poemas como Mujeres, Gotán, Ofelia, Oración, Cada vez que paso por Rue des Arts, Cerezas, La estela. Y fue así como, desde el borde del escenario hasta la pared final del teatro Plaza, en el primer piso, una masa humana se rindió ante ese poeta sentado su mesa de madera amplia, quien parecía a veces estar, a veces esfumarse como el humo del cigarro.

Al otro lado de la escena, en cambio, Mederos comenzaba a viborear con su música por entre los versos que caían. De a ratos, vale decir, el sonido de uno acallaba al otro, y desde las butacas era imposible elegir qué escuchar. Pero en otros momentos, los mejores, en cambio, un tango del trío era la siembra para la cosecha del poema siguiente. Y a veces lo que Gelman arrojaba al surco fértil de la noche del lunes, Mederos lo recogía para regarlo con su sonoridad sin par. Tocaba Merceditas, Sur, La pulpera de Santa Lucía o los valsecitos compuestos especialmente para este espectáculo, y era como soldar a cada espectador contra las butacas, hacerle a cada uno de los presentes más lento el tiempo, más honda la necesidad de seguir escuchando.

A ratos, incluso, nada parecía suficiente. Un poema de Gelman despertaba un ansia por volver a oírlo pasar las hojas para seguir con el siguiente, y que nunca se detuviera. Pero luego, con Mederos, De la Vega y Rivas acaecía otro tanto. Quizá no sabían, ni el poeta ni los músicos, el modo soberano con que despertaban el aplauso fervoroso. Y por eso, tal vez, todo funcionaba mejor; porque estaban pasándola soberanamente bien, mientras desfilaban por encima de sus cabezas las proyecciones de las obras de Juan José Cambré, que era lo único que se parecía a los minutos que pasaban, como un desfile inmóvil.

«¿Puedo por fin al fin llorar?» podría haber dicho esa chica o cualquiera de los presentes. Gelman, Mederos, la poesía y la música merecían por igual lágrimas y aplausos, el llanto y la alegría, que es lo que el arte de los grandes conjuga, y enjuga.

Publicado también en Diario UNO.




Un poema de
Juan Gelman



Cerezas

a elizabeth

esa mujer que ahora mismito se parece a santa teresa
en el revés de un éxtasis/hace dos o tres besos fue
mar absorto en el colibrí que vuela por su ojo izquierdo
cuando le dan de amar/

y un beso antes todavía/
pisaba el mundo corrigiendo la noche
con un pretexto cualquiera/en realidad es una nube
a caballo de una mujer/un corazón

que avanza en elefante cuando tocan
el himno nacional y ella
rezonga como un bandoneón mojado hasta los huesos
por la llovizna nacional/

esa mujer pide limosna en un crepúsculo de ollas
que lava con furor/con sangre/con olvido/
encenderla es como poner en la vitrola un disco de gardel/
caen calles de fuego de su barrio irrompible

y una mujer y un hombre que caminan atados
al delantal de penas con que se pone a lavar/
igual que mi madre lavando pisos cada día/
para que el día tenga una perla en los pies/

es una perla de rocío/
mamá se levantaba con los ojos llenos de rocío/
le crecían cerezas en los ojos y cada noche los besaba el rocío/
en la mitad de la noche me despertaba el ruido de sus cerezas
creciendo/

el olor de sus ojos me abrigaba en la pieza/
siempre le vi ramitas verdes en las manos con que fregaba el día/
limpiaba suciedades del mundo/
lavaba el piso del sur/

volviendo a esa mujer/en sus hojas más altas se posan
los horizontes que miré mañana/
los pajaritos que volarán ayer/
yo mismo con su nombre en mis labios/