martes, 29 de noviembre de 2011

A 100 años de una obra impar

Enrique Banchs, autor de La urna, en un dibujo de Carlos Alonso.




por Fernando G. Toledo

En una categórica sentencia final de su obra más influyente, el filósofo Ludwig Wittgenstein iba a dejar anotado un pensamiento, conclusión a la andadura de las páginas precedentes que también hacía las veces de advertencia: «Lo que no se puede decir, hay que callarlo» [1].
Enrique Banchs (1888-1968) parece haber anticipado, con su propio silencio, el mandato del autor del Tractatus Logico Philosophicus. Un silencio poético, el de Banchs, proveniente de un escritor que supo trazar un libro del que ahora se cumple un siglo y que ha sido considerado por Borges, su más entusiasta vindicador, como «uno de los mejores de la literatura argentina».
Ese libro es La urna, obra de tal maestría que constituye una de esas excepciones que ofrece la hechura humana, aunque su aporte haya sido «en gran medida descuidado, sino totalmente olvidado de parte de la crítica literaria» (como opina Vanesa Ledesma Urruti [2]).
La historia es así: Banchs es un poeta precoz. A los 19 ha publicado su primer libro, Las barcas (1907), al que siguen El libro de los elogios (1908) y El cascabel del halcón (1909). Quizá la precocidad es lo más destacado de ese puñado de obras. Precocidad, eso sí, acompañada por una gran pericia técnica y la no menos insólita capacidad del joven vate para abordar desde sus versos temas profundos y solemnes, aromados por cierto perfume modernista, propio de la época.
 El caso es que tras una breve pausa y cuando cursa sus 23 años, Banchs publica La urna, y calla para siempre. Se verá, quizá, un poema suelto en algún diario décadas después, algún texto sacado del pudor, pero como Rimbaud (por dar otro caso célebre de poeta precoz en su voz y en su mudez), decide cerrarle las puertas a la poesía.
 Banchs no huye ni desaparece. De hecho, tiene una actividad social destacada (integra el primer cuerpo de la Academia Argentina de Letras, preside la SADE) y lleva adelante una tarea periodística y educativa incesante. Pero su poesía queda sepultada, obcecadamente sepultada, pues él mismo se niega a reeditar sus obras. Tal decisión, sin duda, incrementa su aura legendaria.
Primera edición de La urna.
¿Qué ha sucedido con este autor? Es Borges –otra vez Borges– quien avanza algunas hipótesis: «Tal vez (…) la carrera literaria le parezca irreal (…). Tal vez no quiere fatigar el tiempo con su nombre y su fama. Tal vez (…) su propia destreza le hace desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil (…), hechicero feliz que ha renunciado al ejercicio de su magia» [3]. Pero el propio Borges sabe que ya ha dado Banchs con La urna un «libro impar, uno de los más admirables de nuestro idioma» [4]. Lo demás importa menos, como sugeriría en el poema que le dedicó en Los conjurados:

«Cumplida su labor, fue oscuramente
Un hombre que se pierde entre la gente;
Nos ha dejado cosas inmortales» [5].

El motor de los sonetos de La urna es una ausencia: la de un amor fallido. «Una mujer dejó a Enrique Banchs o lo rechazó o, lo que puede ser más doloroso, no se percató de él» [6], anotaría de nuevo Borges en un discurso para la Academia Argentina de Letras en 1970.
 El desamor que provoca la escritura de los poemas, sin embargo, no convierte a estos textos en el testimonio de una exaltación, no hacen de Banchs una víctima del amour fou. Por el contrario, el poeta exhibe al trazar sus poemas la frialdad de un médico herido, que sabe qué daños tiene y cómo va a desangrarse. Muerto en vida («¡un esqueleto nada más!»), ha hecho de su cuerpo una urna en la que está depositado ese dolor, que contempla con una rima excelsa y endecasílabos que sólo a veces se permiten la oscilación hacia siete o cinco sílabas centelleantes.
 De todos esos versos surge «un llanto viril», «una danza con lo fugitivo y con lo esquivo» (las palabras son de María Gabriela Mizraje [7]) con los que Enrique Banchs alcanza otros temas, por supuesto: el tiempo inexorable, la putrefacción del «deseo difunto», la vacuidad de lo que se escribe. Y también el suicidio, como cuando el poeta mira en un soneto sus propias manos y las desconoce:

«Quizás conduzcan de otro ser la suerte
de paso frágil a mejor fortuna;
y quién sabe si no me darán muerte».

Hay una perfección diamantina en los sonetos de La urna. Es imposible escapar a esa perfección cuando se recorre, uno a uno, los poemas. La forma del soneto parece ofrecerle a Banchs un encastre implacable para su cometido estético: muchos poetas argentinos trazarían sonetos después de él, pero tal vez sólo los de Borges y los del Wilcock de Sexto atisbarían tales alturas.
Parece, acaso, que Banchs supiera que en semejante belleza puede atrapar la carnal belleza perdida. Se anima, incluso, a proyectar un deseo, como en el inolvidable poema sobre el «hospitalario espejo». Pero no se engaña, pues

«igual en la verdad o en la mentira
tengo este solo compañero, el llanto».

Llanto de doble dolor, diría Pablo Anadón, pues «es posible leer en La urna no sólo el debatirse de una ilusión de amor por seguir existiendo en una circunstancia existencial que la condena, sino también la extinción de una idea de poesía absoluta en medio de condiciones epocales -las mismas que aún vivimos- que la han vuelto un devaneo inútil para la sociedad» [8].
Ahogada o no la idea, tomada por fútil o todavía necesaria esta poesía, a un siglo de su publicación, La urna sigue siendo un enigma y también un legado. Quizá en la combinación de eso que nos queda de este libro de Enrique Banchs pueda entenderse su magnitud, al menos si hacemos caso a lo que nos dice su autor en dos de sus versos:

«Aun del mismo dolor de haber amado
se hace el Arte un trofeo conquistado».





Una primera versión de este artículo fue publicada el sábado 19 de noviembre en Diario UNO de Mendoza.


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Notas 


[1] Wittgenstein, Ludwig. Tractatus Logico Philosophicus, 1922. Proposición 7. En el alemán original: «Wovon man nich Sprechen kann, darüber muß man schweigen». 


[2] Ledesma Urruti, Vanesa. «Enrique Banchs: Poeta olvidado, poeta del olvido», en Espéculo. Revista de estudios literarios Nº 40. Universidad Complutense de Madrid, 2008. 


[3] Borges, Jorge Luis. «Enrique Banchs ha cumplido este año sus bodas de plata con el silencio», en revista El Hogar del 25 de diciembre de 1936, incluido en Obra crítica, vol 2. Emecé, 2010. 


[4] Borges, Jorge Luis. «Enrique Banchs», discurso ante la Academia Argentina de Letras, ibídem, 2010. 


[5] Borges, Jorge Luis. Enrique Banchs, en Los conjurados, Obras completas, vol. 3. Emecé, 1991. 


[6] Borges, Jorge Luis. «Enrique Banchs», ibídem 2010. 


[7] Mizraje, María Gabriela. «El retorno de un poeta», en La Nación del 22 de marzo de 2000. 


[8] Anadón, Pablo. «En torno a La urna, de Enrique Banchs», en revista Fénix Nº 9, abril de 2001.




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Sonetos de La urna
de Enrique Banchs



Entra la aurora en el jardín; despierta
los cálices rosados; pasa el viento
y aviva en el hogar la llama muerta,
cae una estrella y raya el firmamento;

canta el grillo en el quicio de una puerta
y el que pasa detiénese un momento,
suena un clamor en la mansión desierta
y le responde el eco soñoliento;

y si en el césped ha dormido un hombre
la huella de su cuerpo se adivina,
hasta un mármol que tenga escrito un nombre

llama al Recuerdo que sobre él se inclina...
Sólo mi amor estéril y escondido
vive sin hacer señas ni hacer ruido.


*

Nunca como esta noche de verano
de gran silencio melodiosa y pura
he sentido la lánguida dulzura,
la irrealidad, de mi pasión que en vano

confieso al alma de la noche oscura.
Bien sé que espero en algo muy lejano,
algo que no se toca con la mano,
que no se puede ver ni se figura;

algo como plegaria de intangible
boca, pero plegaria imperceptible;
un suspiro del viento, acaso una

música de violines escondidos;
una vaga mujer cuyos vestidos
ondulan en el claro de la luna.

*

I
Cubra tu forma de ánfora un sudario,
lleva en la mano el arlequín de paja
del deseo difunto y desencaja
de ti misma el impulso pasionario.

Y anima en tu atavío funerario
un pie de sombra, un paso, así, en voz baja...
Vayamos al país de la mortaja
y al sitio finalmente hospitalario.

Vamos a ver la dama que con metro
igual nos mide a todos. Cuyo cetro
es la amapola erecta y asfixiante.

Cuyos son el palacio y los salones
con la base en la tierra devorante
y con techumbre en las constelaciones.


II
Surge una hoz en la marmórea entrada,
blanca como el silencio... O voi che entrate...
vosotros, mármol en que nada late,
columna en tierra, espiga cosechada...

En vez del huésped de la rama, el trino,
grandes lágrimas vierten los cipreses.
Alma, enmudece, que no sirven preces,
ni vale el lloro donde está el Destino.

Mira el rebaño blanco de las piedras
tumbales, y pastores, a las hiedras
quietos en la pradera taciturna...

-¡Juventud!- ¡oh, qué cosa llamas, alma!,
¿con gloria y tempestad nombras la calma?...
Y en eso sonó un canto en una urna.


III
En una antigua urna cantó un grillo.
Decía: "en la cabeza de tu hermano
levanto un canto rápido y lozano
y me sirve de atril cráneo amarillo.

Por furtiva rendija entré en la fría
caja; y entre los pálidos despojos,
(¡maravilla de oídos y de ojos!):
venciendo al Tiempo su ilusión vivía.

¡Alegría fugaz de haber vivido,
alegría fugaz, la he recogido
como la abeja de la flor el polen,

para que mis sonidos la enarbolen;
y de ensueños del muerto se hace el canto
que como musical pendón levanto!".


*

Hijo blanco y moreno de las mieses,
pan nutridor, mi sangre te incorpora.
Serás quizás al cabo de los meses
la viva luz que mis pupilas dora,

o en el cerebro el nervio de la oda,
o en la garganta el hálito vocal,
ya que la ley renovante cambia toda
materia en expresión espiritual...

Hijo triste y fatal de los sentidos,
¡oh, amor! En esto acabas: en canción.
Nada es estéril, no, ni la ilusión,

ni el sueño, ni los pétalos caídos...
Aun del mismo dolor de haber amado
se hace el Arte un trofeo conquistado.


*


Hospitalario y fiel en su reflejo
donde a ser apariencia se acostumbra
el material vivir, está el espejo
como un claro de luna en la penumbra.

Pompa le da en las noches la flotante
claridad de la lámpara, y tristeza
la rosa que en el vaso agonizante
también en él inclina la cabeza.

Si hace doble al dolor, también repite
las cosas que me son jardín del alma.
Y acaso espera que algún día habite

en la ilusión de su azulada calma
el Huésped que le deje reflejadas
frentes juntas y manos enlazadas.


*

¿De dónde vienen, de qué inaccesible
templo, de qué país maravilloso,
las sombras que nos dan un imposible
beso en el sueño vago y silencioso?

¿Las coronas que en sueños nos coronan,
las flores que llevamos, mas dormidos,
y las mujeres blancas que abandonan
nuestros febriles brazos extendidos?

¿Quiénes están soñando con nosotros
cuando soñamos? ¿quiénes son los otros
seres que no veremos ni hemos visto?

¿Y qué piedad desconocida quiere
que me vengas a hablar y que te espere
cuando apenas si existo?

sábado, 19 de noviembre de 2011

La plenitud de un instante

  
La plenitud, Cladia Masin. Hilos editora, 2010, 52 pág.

por Fernando G. Toledo

Platón estableció el curso del pensamiento con los conceptos de progressus y regressus. El regressus nos lleva desde los asuntos concretos hasta las ideas y luego, desde el análisis que éstas nos permiten, podemos hacer el progressus nuevamente hacia los fenómenos de que partimos.

A la derecha, Masin brinda por La plenitud
Ese fluir parece abrirse ante nuestros ojos en La plenitud, último libro de la gran poeta Claudia Masin, autora de la vista (2002) y Abrigo (2007). Si casi cada poema propone una idea desde los universales (La gracia, La lluvia, El mundo, El descanso), sin embargo los textos nos llegan desde la carnal contundencia de lo particular, físico y corpóreo.

La autora pone aquí fragmentos, partes de sus días, de sus recuerdos, objetos del paisaje con que convive, y su interlocutor o interlocutora espera desde lo tácito. Una espera que, sin embargo, no parece pasiva, sino cómplice, pues cada letra de cada poema está escrita para ser exhibida, mostrada, obsequiada a ese o esa que allí la lee, la oye.

Y lo que le dice y nos dice Claudia Masin es que plenitud no significa necesariamente completud y por ello no importa –nos repite– tener lo que hemos buscado: basta apenas con tocarlo. Pero, claro, sin ese roce, sin ese tacto, nada será pleno, pues «De qué sirve / una belleza material que no pueda tomarse entre las manos / como una piedra y ser llevada siempre encima del cuerpo», como canta en El talismán.

Por eso, por todo eso, es tan sólido este libro. Porque con él la autora rescata los instantes en que acaso alcanzó, breve y fugazmente, esa plenitud. Porque contempla esa plenitud y la revive en palabras. Y así los lectores nos sentimos «como animales que han luchado demasiado por su vida, / no sabemos qué hacer con la alegría, y si llega, / seguimos huyendo para salvarnos».


Dos poemas de  
La plenitud
por
Claudia Masin


EL HÁLITO

Pero los miedos, las ilusiones infantiles no tienen evolución
ni progreso, son hálitos que sostienen la vida,
pequeños círculos de aire que nos rodean como una órbita
de la que no se puede salir porque no hay nada fuera de ella,
el vacío, el espacio exterior donde flotan los planetas
y nadie podría respirar, mantenerse en movimiento.
Quisiera que entiendas. Lo que se hace al huir del amor
es huir de ese hálito, y entonces lo imposible sucede:
la propia vida queda en suspenso y conocemos la libertad
de los que nunca han existido o de los muertos.

*

EL DESCANSO

Y hay, entre todos los que se aman, algunos que no pueden
lograr el descanso en los brazos del amado. A esos,
la serenidad del corazón no los alcanza, y les toca el trabajo
constante de inventar -para poder saber el uno del otro-
un lenguaje de señas semejante al de los barcos
que a través de luces o sirenas se llaman en la noche,
a veces se responden, otras veces se ignoran y se vuelven
solitarios y callados como las criaturas
del fondo del mar.