lunes, 27 de enero de 2014

Escritos con agua


1.
Durante estas últimas semanas en Mendoza, provincia asentada sobre los rescoldos del desierto del Oeste argentino, ha precipitado cual si de una zona subtropical se tratara. A aquellos curiosos que deseen conocer las razones del fenómeno, les recomiendo la consulta a un climatólogo u otro especialista del ramo, porque yo,  gracias a la televisión, de este asunto apenas conozco la palabra precipitaciones. El caso es que esta inusual insistencia del agua contra el techo, me ha recordado, con idéntica insistencia, una letra de Antonio Birabent, en la que el porteño afirmaba que la lluvia no lo inspira (Uso el pretérito debido a que esa canción -oh, inquieta rueda del tiempo- es de mediados de los ’90). Casi veinte años más tarde, y a la luz de su obra posterior, a uno lo tienta decir que el hijo de Moris estuvo radicado en Macondo, porque desde entonces no produjo nada muy digno de estima. Pero bueno, dejemos a Birabent guardado en su casa y, sin paraguas, metámonos bajo la lluvia de los poetas que se han inspirado con ella, pues de eso van estas líneas. Este es el momento oportuno para aclarar que no tengo la intención de hacer un estudio minucioso de las páginas de la historia de la lírica mojadas por gotas venidas del cielo, sino un racconto modesto de textos que sí han horadado algunos paisajes de mi vida.


2.
Releer estos poemas es, más allá de lo obvio, ingresar en un mundo de densas nubes grises, ya que con frecuencia su tono es melancólico. Tal es el caso de la tercera de las Arias olvidadas de Verlaine, esa cuyo epígrafe («Llueve dulcemente sobre la ciudad») pertenece a Rimbaud (¡vaya binomio!) y que comienza: «Llora en mi corazón / cual llueve en la ciudad. / ¿Qué lánguida emoción / entra en mi corazón? // ¡Oh dulce lloviznar / en tierras y tejados! / Para un tedioso ansiar / ¡oh el son del lloviznar! …»

Languidez que se filtra a través de los ojos de los lectores y se hunde, y alcanza el lugar donde -como tormentas- se forman las emociones, que no es el corazón, Paul querido; sino algún sitio muy pequeño del cerebro cuyo nombre, por supuesto, también ignoro. No obstante, de estos versos quisiera rescatar una palabra: «tedioso». Vamos, que no es insólito que a alguien encerrado (poeta, camionero o maestro, da igual), lo ataque el aburrimiento y, en consecuencia, choque contra las paredes como una bestia contra los barrotes de su jaula. Entiendo que hay otros pasatiempos, la mayoría bastante sosos, exceptuado, claro, el sexo. Sin embargo, ¿qué sucede si el poeta en cuestión no tiene un cuerpo amable a mano? (Nota: la amabilidad es imprescindible, porque la historia nos cuenta que cuando las estrofas citadas fueron compuestas, Verlaine compartía cuarto con Arthur; pero además, que el pequeño no siempre estaba bien dispuesto). Retomo: si el poeta no tiene un cuerpo amable a mano, y en cambio tiene lápiz y papel, escribe. ¿Sobre qué? De entrada se me ocurre que lo hace acerca del único asunto en que, quizá, aventaja a maestros y camioneros: el uso de la palabra. Así, magníficamente, lo ilustra Juan Gelman en «Lluvia», donde un yo afirma que cuando «pareciera que están lavando el mundo», él escribe: «palabras para volver / a mi vecino que mira la lluvia / a la lluvia / a mi corazón desterrado». El poeta, esclavo de un oficio-destino, podría rubricar los dichos del alter ego de Marguerite Duras en Emily L: «Yo no he decidido nada… No puedo impedirme escribir… No puedo…»

Otro tema abordado por los herederos de Petrarca en los momentos en que la lluvia se desploma sobre ellos, lo dijimos más arriba, es la frialdad de cuerpos que antes fueron amorosos, lo que provoca una nostalgia que oscila entre lo dulce: «No quisiera que lloviera / te lo juro / que lloviera en esta ciudad / sin ti / y escuchar los ruidos del agua / al bajar / y pensar que allí donde estás viviendo / sin mí/llueve sobre la misma ciudad…» (Cristina Peri Rossi) y lo amargo: «Llueve y llueve y los árboles / se iluminan como piedras bajo el agua; / una bruma naranja de tonos pardos, / una neblina amarillenta, / en la tierra, un alga morada / que ha perdido sus hojas […] // Esta es una habitación / en la que tú no estarás nunca; / en el exterior, una carretera / que nunca / recorrerás conmigo. Es tan / difícil de creer…» (Margaret Atwood).

Sin embargo, no solo de parejas mal avenidas -o directamente estrelladas- hablan los poetas en estas circunstancias. A veces, lo hacen de quienes no están al alcance de un teléfono, un micro o un avión. El ejemplo paradigmático aparece en los versos finales de «La lluvia» de Borges: «La mojada / Tarde me trae la voz, la voz deseada / De mi padre que vuelve y que no ha muerto». Un par de sintagmas repetidos nos golpean como un rayo, tanto que, al leerlos, uno se siente capaz de absolver a Georgie por alguno de sus famosos exabruptos filocastrenses.

Hugo Mujica se mueve en dirección semejante, cuando en «Hace apenas días» (también por medio de un recurso de repetición: la anáfora) evoca la figura de su padre recientemente fallecido: «Hace apenas días murió mi padre, / hace apenas tanto. […] // Hoy no es como otras lluvias / hoy llueve por vez primera / sobre el mármol de su tumba…»

3.
Y en este punto no puedo evitar que algunas dudas me calen la cabeza. A saber: ¿por qué motivo la lluvia despabila la memoria? ¿Por qué la memoria despabilada desciende con tanta frecuencia por la pendiente de la nostalgia? ¿Será por el tono de letanía del agua golpeando los techos? ¿Serán los aromas desprendidos de la tierra y de los árboles, que nos llevan de la nariz hacia la infancia y, por tanto, nos marcan el paso tenaz del tiempo y la consecuente proximidad de nuestra propia muerte? ¡Ufff... cuántas preguntas!

De mi no tan copiosa experiencia en la escritura pasada por agua, he aprendido que si la lluvia es nocturna y la preceden truenos capaces de despertarme, de seguro los poemas serán sombríos. Pese a que el insomnio, ya lo dijo Jorge Boccanera, presta servicios (aunque aguardado con las manos apoyadas sobre el teclado, un poema siempre tiene algo de dádiva), en la mayoría de las ocasiones no es sencillo atravesar sus lodazales con elegancia. ¿Por qué? Pues porque luego del tercer cigarrillo y la quinta discusión con exconocidos,  uno  pierde fuerzas y se vuelve más y más vulnerable. Ergo, una versión bastante maltrecha de nosotros mismos es la que se enfrenta con las bestias que acechan al final de la vigilia indeseada (en lo sucesivo, no seré yo quien juzgue a los que, con tal de gambetearlas, recurran a la pastilla o al traguito).  Ahora, si el aguacero en cuestión es diurno, acaso contagiados de la conmovedora belleza del paisaje o de la certeza aprendida de que en el desierto el agua es sinónimo de vida, los poemas salen, no diría festivos, pero sí menos tangueros. Más al estilo de uno muy breve de Roberto Bolaño, en el cual un cambio en la persona, tal un giro imprevisto en la dirección del viento, añadido a una prosopopeya, nos da de lleno en la frente: «Lluvia: solo espero /Que desaparezca la angustia / Estoy poniéndolo todo de mi parte».

En fin, ya sea por el encierro o la monotonía de su música, ya sea por otra razón oscura y atávica, la lluvia ha creado (es de suponer que lo seguirá haciendo) las condiciones adecuadas para la escritura de poemas. Por ahora, los dejo con los que a mí aún me mojan. Como bonus track, uno destilado de mi propia pluma.


***


III

Llueve dulcemente sobre la ciudad
Rimbaud


Llora en mi corazón
cual llueve en la ciudad.
¿Qué lánguida emoción
entra en mi corazón?

¡Oh dulce lloviznar
en tierras y tejados!
Para un tedioso ansiar
¡oh el son del lloviznar!

¡Y llora sin razón
corazón hastiado!
¿Por qué si no hay traición? …
Es duelo sin razón.

¡Y la pena mayor
es no saber por qué
sin odio y sin amor
siento tanto dolor!


Paul Verlaine.


*


Lluvia

hoy llueve mucho, mucho,
y pareciera que están lavando el mundo.
mi vecino de al lado mira la lluvia
y piensa escribir una carta de amor/
una carta a la mujer que vive con él
y le cocina y le lava la ropa y hace el amor con él
y se parece a su sombra/
mi vecino nunca le dice palabras de amor a la mujer/
entra a la casa por la ventana y no por la puerta/
por una puerta se entra a muchos sitios/
al trabajo, al cuartel, a la cárcel,
a todos los edificios del mundo/
pero no al mundo/
ni a una mujer/ni al alma/
es decir/a ese cajón o nave o lluvia que llamamos así/
como hoy/que llueve mucho
y me cuesta escribir la palabra amor/
porque el amor es una cosa y la palabra amor es otra cosa/
y sólo el alma sabe dónde las dos se encuentran/
y cuándo/y cómo/
pero el alma qué puede explicar/
por eso mi vecino tiene tormentas en la boca/
palabras que naufragan/
palabras que no saben que hay sol porque nacen y mueren la
           misma noche en que amó/
y dejan cartas en el pensamiento que él nunca escribirá/
como el silencio que hay entre dos rosas/
o como yo/que escribo palabras para volver
a mi vecino que mira la lluvia/
a la lluvia/
a mi corazón desterrado/


Juan Gelman

*

No quisiera que lloviera

No quisiera que lloviera
te lo juro
que lloviera en esta ciudad
sin ti
y escuchar los ruidos del agua
al bajar
y pensar que allí donde estás viviendo
sin mí
llueve sobre la misma ciudad
Quizá tengas el cabello mojado
el teléfono a mano
que no usas
para llamarme
para decirme
esta noche te amo
me inundan los recuerdos de ti
discúlpame,
la literatura me mató
pero te le parecías tanto.


Cristina Peri Rossi

*

Llueve

Llueve y llueve y los árboles
se iluminan como piedras bajo el agua;
una bruma naranja de tonos pardos,
una neblina amarillenta,
en la tierra, un alga morada
que ha perdido sus hojas.

Las ramas lanzan sus tentáculos,
amento y matas rojas
que anhelan el verano.

Desde la ventana puedo ver
la pradera que atravesé ayer tarde:
musgos punzantes
en la fina hierba del año pasado, flores blancas,
diminutas, y gélidas.

Esta es una habitación
en la que tú no estarás nunca;
en el exterior, una carretera
que nunca
recorrerás conmigo. Es tan
difícil de creer.

Esto no es una estación,
sino una pausa
entre un futuro y otro,
un día detrás de otro,
un espacio para inspirar antes de la muerte,
una inspiración, la lluvia

que se lanza a la tierra desde
el cielo gris azulado, gozo en estado puro.

Margaret Atwood

*

La lluvia

Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto

Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada
De mi padre que vuelve y que no ha muerto


Jorge Luis Borges


*

Hace apenas días

Hace apenas días murió mi padre,
hace apenas tanto. 

Cayó sin peso,
como los párpados al llegar
la noche o una hoja
cuando el viento no arranca, acuna. 

Hoy no es como otras lluvias
hoy llueve por vez primera
                  sobre el mármol de su tumba. 

Bajo cada lluvia
podría ser yo quien yace, ahora lo sé,
                              ahora que he muerto en otro.


Hugo Mujica

*

Esperas que desaparezca la angustia
Mientras llueve sobre la extraña carretera
En donde te encuentras

Lluvia: solo espero
Que desaparezca la angustia
Estoy poniéndolo todo de mi parte.


Roberto Bolaño


*

Con un lápiz en la mano

Qué otra cosa se puede hacer
cuando la madrugada es una lluvia triste
sobre un techo de latas, y uno tiene 
la manía de las letras, qué otra
más que tomar un lápiz
y anotar cuestiones sobre la vida
no en general –oficio
de filósofos y periodistas- sino
sobre las particularidades de
pongamos por caso
este miércoles 30 de enero
donde no hubo conversación reveladora
ni trabajo minucioso sobre un poema
pero sí, hormiguitas en el culo
que me llevaron
y me trajeron cien veces
entre las habitaciones y el patio
porque la cabeza buscaba
sitio cómodo donde posarse
y solo encontró cornisas
vertiginosas como este silencio
que me obliga a preguntarme
por qué continuar esta tarea
cuando ya no hay lluvia protectora
ni truenos justificando el insomnio
este silencio al que le respondo 
que como un explorador examina su brújula
yo escribo, tal vez para orientarme
dentro de mi historia, entenderla
tal vez, porque he aprendido
que aun cuando no pasa nada
-o sobre todo cuando nada pasa-
algo está pasando.


Sergio Pereyra


miércoles, 8 de enero de 2014

La historia de un poema de Enrique Solinas


Cómo escribí El Rostro de Dios

por Enrique Solinas
(Especial para El Desaguadero)



Siempre, detrás de cada poema, hay una historia para contar. Una historia que muchas veces tiene que ver con la autorreferencialidad o, por el contrario, su ausencia, según el tipo de poesía. Porque el poema es el producto final de una serie de sensaciones, ideas y acciones, que se fueron combinando para que surja el verso. Pero en la captación del tema, en la idea inicial, está esa historia que muchas veces se aleja de lo que terminamos por decir.

El rostro de Dios fue un poema que hice a lo largo de los años y forma parte del libro Noche de San Juan (Ediciones del Dock, 2008). Es un poema que habla sobre la muerte de mi madre. Anteriormente había escrito varios poemas donde ella aparecía o el discurso la aludía, pero su muerte me causó una profunda conmoción y extrañeza.

El poema intenta describir el momento en que despido el cuerpo de mi madre. El médico dijo Pueden pasar a despedirla y estábamos todos confundidos y sorprendidos porque eso no iba a suceder. Entro primero al cuarto, su cuerpo estaba cubierto por una sábana hasta la cabeza, como tapan esos muebles antiguos para protegerlos del polvo. Descorro la sábana e inmediatamente una mosca sale de su boca y vuela por la habitación.

En ese exacto momento supe que ahí tenía el comienzo de un poema. La visión de la mosca, saliendo de su boca –un ser vivo que surge de un cuerpo muerto– como si el espíritu de la madre hubiera transmigrado hacia el cuerpo de la mosca, y en su vuelo se llevara consigo la verdad de la vida, las respuestas de todo, los secretos que a nadie contó.

Ahí tomé conciencia de que todas las madres del mundo habían nacido para desaparecer. Esta afirmación que parece absurda, en ese momento, tuvo el peso del mundo sobre mis hombros y estaba devastado. Si bien, de chico, en algún momento pensé en la posibilidad de la muerte de mis padres, a medida que fui creciendo, esa idea se disipó, y fueron abandonando este mundo las personas que estaban en edad de hacerlo. Por este motivo, su muerte me desorientó, ella no debía morir y yo no estaba preparado.

¿Cómo escribir un poema sobre la muerte de la madre y que la emoción no te sobrepase? ¿Qué es más importante, la muerte de la madre o las distintas interpretaciones y lecturas que hacemos sobre el hecho? Entre estas dos posturas yo sabía que estaba el poema. Y también sabía que el exceso era perjudicial para el texto que debía escribir. Por este motivo, el decir elegido es lo más parecido a una autopsia para que lo emocional no empantane la descripción y el motivo de la poesía.

La primera parte instala la situación y construye el personaje desde su importancia. La idea es transmitir al lector el peso de lo que sucede y que ese cuerpo, extendido bajo las sábanas, se exceda a sí mismo (sus brazos se alargan y tocan el infinito, sus manos se apoyan en oriente y occidente), porque esta madre ya no es mi madre, sino que es todas las madres del mundo. Y esta madre muerta ya no es una madre es una gran metáfora (¿la patria, el amor, la verdad, la belleza, etc?).

El resto del poema, su desarrollo, es la metempsicosis y cómo la madre está en la mosca, tal vez como una «esperanza desesperanzada» de que el hinduismo tenga razón, que la transmigración de las almas es posible porque nada podemos hacer más que «cubrir el cuerpo» y «contemplar el aire de la noche, fatal y divino».

La dedicatoria «a mi madre, in memorian» está al final del poema. Esto se debió a que sentía que si ponía la dedicatoria al principio, predisponía al lector y se transformaba en un golpe bajo. Como no es usual, muchas veces publican el poema con la dedicatoria al principio y también, en lecturas públicas, digo la dedicatoria al principio, para que el público entienda el poema.

Desde su publicación hasta el día de hoy es uno de los poemas de mi autoría que más gusta y es copiado y publicado en la web, ya por su temática, por el tono, por esa «emocionalidad distante» al decir de la crítica y que es una característica particular de mi universo poético.




El Rostro de Dios

 Esa mujer,
 extendida hasta nunca debajo de la sábana
no muestra signos de respiración.
Apenas es el resto de una imagen,
el personaje principal en bastidores
no disponible para despedidas.
Hacia los costados,
sus brazos se alargan y tocan el infinito.
Las manos se apoyan en oriente y occidente
sin ganas ya,
          sin intención.

Descorro la sábana y al mismo tiempo
vuela una mosca como ninfa sorprendida.
He aquí la cuestión:
sus labios entreabiertos y la piel extraña
contrastan con el gesto de una sonrisa,
y el único signo de vitalidad
es la mosca
que ha bebido toda su respiración.

Si la mujer sonríe es porque sabe algo
que nunca terminó de decir.
Si la mujer sonríe
es porque nos ha engañado
y nunca sabremos el motivo.
Pasa el tiempo como la vida pasa,
como pasa lo bello y lo triste.
Luego la abrirán en dos
para saber la causa de su fallecimiento.
Luego,
su rostro cambiará y será otra,
alguien desconocido.

Ahora sé que éste es el rostro de Dios:
una mujer que se va y la mosca que sonríe,
compartiendo la misma despedida.
Tan sólo nos queda
cubrir el cuerpo de la desesperanza
y contemplar el aire de la noche,
fatal y divino.


a mi madre, in memoriam

Para escuchar el poema en la voz del autor hacé clic aquí.

***


ENRIQUE SOLINAS nació en Buenos Aires el 11 de Julio de 1969. Es  Profesor en Letras y Ciencias de la Comunicación (CONSUDEC) y Licenciado en Letras (UCA). Desde 1989 colabora con publicaciones de Argentina y del exterior,  es docente y forma parte de grupos de investigación en literatura argentina y latinoamericana (CONICET) y en literatura y mística (SIPLET - ALALITE). Publicó en poesía: Signos Oscuros (1995), El Gruñido (1997), El Lugar del Principio (1998), Jardín en Movimiento (2003), Noche de San Juan (2008), El gruñido y otros poemas (2011). En colaboración, Invocaciones –cuatro poetas en la voz del mito– (2012). En narrativa: La muerte y su conversación (cuentos, 2007). Por su labor literaria obtuvo varios premios, entre ellos, el 1er. Premio Rotary Club Bienio 1990/1991, 1er. Premio Nacional Iniciación Bienio 1992/1993, de la Secretaría de Cultura de la Nación, el 1er. Premio Dirección General de Bibliotecas Municipales de Buenos Aires 1993, Mención en los Premios Municipales de la Ciudad de Buenos Aires a la Producción 1994/1995, Subsidio Nacional de Creación de la Fundación Antorchas, Concurso 1997 de Becas y Subsidios para las Artes, el 1er. Premio Estímulo a la Creación año 2000 de la Secretaría de Cultura de la Nación, el 1er. Premio de Cuento Fantástico 2004 de la Fundación Ciudad de Arena y la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, Mención Especial Concurso Dorian 2007, por la Promoción de la Diversidad y la Cultura, Lima, Perú, etc. Su obra y forma de parte de antologías nacionales e internacionales, siendo traducido al inglés, al italiano, al francés, al portugués y al griego. Invitado al II Festival Internacional de Poesía de la Feria del Libro de Buenos Aires 2007, al I Festival Internacional de Poesía del Centro Cultural de la Cooperación 2009, al IX Festival Internacional de de Poesía de Granada 2013, Nicaragua, al IV Festival Internacional de Poesía Latinoamericana de Lima, Perú, 2013, a la XXII Festival de Poesía de George Mason University 2014, USA, a la Feria del Libro de Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 2014, etc. Actualmente, su actividad incluye la narrativa, el periodismo cultural, la crítica literaria y de artes plásticas, y la investigación. Es asesor de Ediciones Ruinas Circulares y dirige la Colección Crítica de dicha editorial.