martes, 21 de octubre de 2014

El destino de toda música

La impropiedad, de Alejandro Schmidt. Córdoba,
Pan Comido Ediciones,  2013, 52 páginas.


por Fernando G. Toledo

«Veneno lento» le llamaba Horacio Armani a la poesía. Convivir con ese veneno, inoculado por el propio poeta (una serpiente que, sin duda, está condenada a morderse la cola) es lo que se propone en La impropiedad el gran poeta cordobés Alejandro Schmidt.

Dueño de una obra amplia y generosa, el autor de Videla sorprende con este volumen que excede la definición de «conjunto de poemas» para convertirse en una verdadera «arte poética».

Eso queda declarado casi desde el primer poema, donde como en un fogonazo Schmidt cuenta lo que podemos entender como una razón del ser poeta, relacionada con el abandono y el misterio, para concluir: «la poesía fue otra soledad».

El camino será, desde ese punto, recorrer la poesía desde diversos ángulos: la escritura en sí, la ontología del poema, la definición de la poesía, la lateralidad del género. Ese amplio afán, sin embargo, no se aborda desde un lenguaje teoricista, sino desde una limpidez que a veces linda con lo coloquial («si no atormenta irrita / crece / jorobada»), pero que se combina con una constante conceptualización reflexiva que es lo que, en suma, parece motorizar el trazado de cada verso.

Paso a paso entonces, y en textos que van desde el estiletazo de un verso hasta el poema de largo aliento, el autor nacido en Villa María parece destinar estos textos no tanto a un hipotético lector, sino a su propia indagación en las razones de su oficio.

Ese juego espejado en pos de encontrar la imagen propia (se lee: «el poeta / un animal atravesado por rayos / a la orilla de la vida») acaba, al final, en una imagen impropia, en  una impropiedad que equivale a la música que oímos pero está destinada, a fin de cuentas, al ruido o al silencio.

Aceptar esa verdad es sencillo. Lo difícil es reconocerlo y volcarlo en versos tan hermosos como los de este libro.

Alejandro Schmidt.



Dos poemas de
La impropiedad
de Alejandro Schmidt


Escucho al crítico decir...

Para la narrativa hace falta
mucho más oficio que para la poesía
y tiene razón.

Para la poesía hace falta
todo lo demás.


Cómo corregir un gran poema

hunda alfileres en palabras grandes
observe cómo se retuercen

si concluido el poema, se levanta y anda...
borre caminos
destruya el puente

eluda al poeta profesional
profundice su error...

Orgullo, orgullo.

Enamore la vacilación,
su ahogo

eche al fuego
imprima las cenizas.

sábado, 11 de octubre de 2014

La historia de un poema de Ana Lafferranderie


por Ana Lafferranderie
(Especial para El Desaguadero)


Creo que la historia de mis poemas es interior e inasible. Mi sensación es que gran parte de lo que escribo, en su primera versión, se escribe solo. Luego viene la larga etapa de corrección donde ahí sí, uno lleva las riendas, toma decisiones, incorpora, desecha, ficcionaliza.

Es difícil entonces contar algo del origen porque, al menos hasta ahora, la mayor parte de lo que escribo no se desprende de situaciones particulares sino más bien de un modo de la percepción, de esa manera de vivir en la poesía como experiencia. Los poemas que escribo surgen de estados del pensamiento y la emoción, de una especie de compuerta que de pronto se abre; también de una mirada sobre las cosas, de escenas que se marcan en mí y sobre todo de cierta perplejidad con la cual ando por el mundo desde que tengo memoria.

Dicho esto, uno puede de todos modos reconstruir algunas cuestiones que están en los poemas, reconocer
contextos, motivaciones. Obsesiones que aparecen y los van conformando. Pasiones también. Por ejemplo el amor por la poesía misma y por los poetas. Entre ellos Miguel Hernández, uno de los primeros que conocí en mi infancia. Cuando crecí, mis lecturas fueron hacia otros lugares, pero en principio mis poetas fueron los españoles: Lorca, Machado, Hernández. Leí sobre sus vidas, viajé por sus pueblos. Entré en la vida de Miguel por ejemplo. Lo vi y lo sigo viendo, pastor de cabras en Orihuela, leyendo a Góngora en la biblioteca de su pueblo. Lo vi soldado, padre, lo vi en la cárcel. Lo rescaté con devoción. De ahí salió mi poema «Tu pastora». Había escrito una primera versión quince años atrás, muy literal, que hablaba sobre él. Ese poema lo releí hará unos diez años y, a partir de él, escribí este otro que está está en mi libro El cielo tácito, publicado en el 2007. «Tu pastora» es un poema con un lenguaje diferente al que me identifica hoy. Lo leo y lo siento un poco «profuso» (dicho esto con humor y cariño), entre otras cosas. Sin embargo siento que es verdadero, vigente en su sentir y tiene algunas imágenes que me gustan. Además, en su momento generó en muchos lectores alguna cosa, no pasó desapercibido. Y aun siendo triste la escena que lo motiva, me permite jugar, me hace sentir una especie de enfermera loca de la poesía, que puede atravesar lo que sea con su imaginación, e ir al rescate.

Mientras escribo esto me doy cuenta de que hay otro poema muy parecido, que surgió años después pensando en Byron y que está en mi libro Volcar la cuna. No lo había pensado antes. ¿Será que siempre, de algún modo, se sigue escribiendo lo mismo? Ambos tienen una carga similar que no definiré yo, dejo eso para cuando lean. Pero podríamos decir, volviendo al humor, que algunos poetas del pasado me inspiran cuestiones bastante concretas.

«Tu pastora» lleva un epígrafe del poema «Eterna sombra», que M.H. escribió en la cárcel poco antes de morir:


«Soy una cárcel, con una ventana / ante una gran soledad de rugidos. / Soy una abierta ventana que escucha / por donde va tenebrosa la vida».

Pero quizás solo debería haber puesto:
«Para Miguel Hernández»


Tu pastora

Tu cueva hace zanja en mi descanso
siembra tierra en los párpados.
Desvelada, lamo tus cabras
disuelvo el metal de tu voz
o me afilio a tu pez de barrotes.
Traspaso cal, acomodo
tu nuca sudorosa y soy clara
en tu piel de noche
pastora invertida que suelta
pájaros y come
pan de tu pecho.


El otro poema era originalmente más largo y mencionaba explícitamente a Byron. Sobrevivió de él un breve poema en prosa y le quité toda referencia al poeta.

Así lo incluí en Volcar la cuna:


Si el tiempo es un puente inmaterial, ¿cómo se explica que pueda oír tu quejido, rozar la boca abierta mientras el techo baja sobre los dos como una tapa húmeda?