viernes, 26 de diciembre de 2014

De visita en La casa vacía



por Sergio Pereyra

1. Puerta de entrada

Paradójicamente La casa vacía (Libros de Piedra Infinita, Mendoza, 2014), segundo opus de Cecilia Restiffo, es una casa rebosante de voces y personajes. Podrán decirme que es lo usual en cualquier libro de poesía, y estaré de acuerdo. Sin embargo, agregaré que en este «hay más». Lo aclaro: aquí no hay un yo omnipresente enunciando todos los poemas; tampoco un tú que funcione como único receptor. Pero vayamos por partes.

2. Las voces

Se me ocurre que recorrer «El ático», las «Habitaciones» y el «Patio en damero» (secciones que integran el libro) en busca de las gargantas que emiten las voces, sea la operación necesaria para comenzar a instalarse con cierta holgura en esta casa. Para ello, estimo conveniente recurrir al viejo concepto (últimamente caído en desgracia teórica) del yo lírico que, según algunos manuales, «es la voz que enuncia los poemas y que no debe confundirse con la del yo autoral». Es decir, quien firma el poema, no es quien habla en él.

En La casa vacía, Restiffo ha usado la voz de dos maneras. La primera es semejante a la de un narrador omnisciente, pero con la particularidad de que siempre se dirige a un tú. De cualquier modo, la distancia establecida por la tercera persona no enfría nunca los poemas debido al involucramiento de la tejedora de este universo con cada receptor interno. Lo ejemplifico.

«El silencio te rodea, sin piedad acompasa tus latidos
ya no mirás a nadie, ya no volvés la cabeza
la puerta está cerrada, tus puños también
pensás en aquella tarde, la tarde de la promesa
con esa breve luz que invadía cada objeto». (Antes del acto)


Mientras que la segunda, la más frecuente, consiste en una voz en primera persona, que, asimismo, tiene un destinatario intratextual. Para explicarlo me detendré en el poema «En su papel». A primera vista, resulta un tanto oscuro, pero en lecturas posteriores saltan, aquí y allí, datos que iluminan los interrogantes planteados de entrada. Primero: la dedicatoria: «para China, obvio». ¿De qué «China» se trata? ¿De una «China» conocida solo dentro del ámbito doméstico de la autora o de alguna «China», por decirlo rápido, más pública? No obstante, si relacionamos esta dedicatoria con el título del texto («En su papel»), con la cita de pasajes entrecomillados que sugieren una transcripción literal («no puedo dártela, no quiero que me llenés de certezas / de corajes que no tengo, de pisadas que no puedo seguir») y con la mención del nombre «Elsa» en la estrofa final, ya no pueden quedarnos dudas, el rompecabezas se ha armado: la «China» aludida no es otra que la actriz China Zorrilla, que en la película Elsa y Fred tuvo uno de sus mejores y más celebrados roles. Lo curioso del asunto es que si bien el homenaje va, como acabamos de ver, a «China», la «protagonista» del poema es «Elsa» y quien habla es el otro personaje de la película: «Fred»:

«No consigo tomar tu tiempo de niña
que busca en la fuente las monedas perdidas
es ahora cuando me rindo ante lo evidente:
Anita, Josefina, Elsa, no importa quién
solo quiero aprender de memoria la escena
de tus ojos mirando la vida, así». (En su papel)


En la mayoría de los restantes poemas, la voz se usa de este mismo modo. La diferencia está en las anécdotas relatadas, que aparentan ser más cercanas a la experiencia vital de la autora, pese a lo cual el lector no debe olvidar que lo escrito nunca es ciento por ciento autobiográfico.


3. Los personajes

Como mencioné más arriba, esta casa está habitada por muchos personajes. Vale aclarar que uso deliberadamente esta palabra, incluso cuando la sé más habitual al tratarse de otros géneros (narrativa, teatro), uso nacido de la convicción de que la escritura ficcionaliza tanto a las experiencias como a los sujetos, porque como sostiene Tamara Kamenszain: «Todo lo que escribo tiene que ver con mi vida, (…) pero nada de lo que escribo es un calco salvaje de lo que ya viví». O sea, que las personas llevadas al papel, dejan de serlo para convertirse en un conjunto de rasgos semánticos. Dicho esto, podemos clasificar a los personajes del libro en «ficcionales» (Thelma y Louise, Leo /Amanda Gris, Elsa y Fred) y «reales». Dentro del último grupo aparecen, por un lado, los que aun siéndolo son retratados en situaciones más imaginadas que documentadas (Garbo, Tita Merello, Cristina Fernández) y, por el otro, los que suponemos son producto de la cotidianeidad de la autora (amigas, abuelo, tía, hija, padre, hermano, etc.); sin olvidar que la voz no solo habla, además actúa.

4. La vida en la casa

Llegados hasta aquí, por supuesto, la pregunta inevitable es cómo se comunican las habitaciones donde se alojan estos nombres públicos y privados. Quizá la respuesta esté en la intensidad con que las mujeres circulan por la casa, ilustrada por el epígrafe de Laura Yasan que a continuación transcribo:

 «soy una obra en construcción que se derrumba
 en forma permanente
un defecto sutil de nacimiento
la vida como un thriller
una montaña rusa
mejor no me visites
entrás en esa puerta giratoria y no hay como salir
yo vivo ahí…»

Así, en el poema «Amanda Gris» leemos: «Ya nada te impide sofocar la pena / has dejado el carmín de la dicha». Mientras que en «Manojo de mimbre» el yo afirma: «ibas conmigo sin preguntar / riéndote como loca a la mañana fría». Y en «Manos de lumbre»: «‘No me importó’ dijiste / y yo me volví ceniza al escucharte». Tres ejemplos de este ímpetu al vivir las emociones, que sumado a la multiplicación de verbos como «arropar», «cuidar», «acunar», «proteger», pintan el fresco de una femineidad clásica en apariencia, pero que examinada en detalle no lo es del todo, pues estas mujeres, en un movimiento más acorde con la concepción feminista del género, también pisan con potencia la calle. Tal es el caso del texto inspirado en «Thelma y Louise», en cuyas estrofas finales se dice:

«Cruzamos ese límite
y casi en el vacío
propusiste volver a echar la suerte
rota en un bar.

Acá está mi boca.
Llenemos el aire de libertad».


5. Antes de salir

Aunque La casa vacía es un poemario complejo, exigente como la vida en cualquier casa, visitarlo tiene sus recompensas. La primera, y más evidente, es el contacto con su lengua nacida del mestizaje entre las palabras de diario y las endomingadas. Luego, la eufonía de los versos que, sin apoyarse en el bastón de la anáfora boba, soportan sin tropiezos la lectura en voz alta. Finalmente, el bordado laborioso de las imágenes, nunca meramente decorativas sino, si se me permite el término, «instrumentales». Es decir, Restiffo sabe que no es una socióloga ni una psicoanalista ni una filósofa, entonces utiliza la imagen poética como herramienta para aludir la nostalgia («mi sueño fue antiguo, en él andabas / descalza con ese vestido azul / lleno de pétalos de infancia…»), la hondura de la tristeza («tu piel lleva el perfume de un anhelo estéril / del destino de una madre que no fue…»), o la alegría menos evidente («Las manos ensangrentadas de pulpa tibia buscan / la albahaca y la sal, desde adentro / llegan los gritos y las risas / de las que hierven el invierno en el caldero humeante…»).

Con un pie en el umbral, pienso en que pronto regresaré a esta casa, pienso en que esta casa merece la visita de todos aquellos interesados en la poesía que intranquiliza el lugar común, la que merodea los rincones oscuros y, como una linterna, al echar luz sobre ellos, también nos ilumina.



Cuatro poemas de La casa vacía



Cardos

—por  Thelma y Louise—.

Empolvada de arroz
abriste la puerta del sueño
tu fe despierta el recuerdo
de los pasos
herida.

Caminás, sin sombra
por  el margen de la infancia
y tu piel se quema con el sol
descubierta.

Hemos andado persiguiendo ángeles
desmenuzando las horas
a la intemperie de las preguntas
desconsolada.

Cruzamos ese límite
y casi en el vacío
propusiste volver a echar la suerte
rota en un bar.

Acá está mi boca
llenemos el aire de libertad.

*

En su papel
—para China, obvio—.

Cenemos esta noche entre las velas
quiero demorar los silencios que vuelven
a esparcir las horas inquietas
inventaste para mí un sueño viejo
que toma el cansancio y lo limpia.

«Es esta mi vida» gritaste casi borracha
fue entonces cuando cedí mi lugar
para contemplarme desde tus ojos
temo entrar en el juego sin restricciones
porque cada pieza me conduce hasta tu tiempo:
ese exceso imprescindible de tamaño y de distancia
que corona de lumbre mi azar olvidado.

«Dame la mano, quiero ver tus líneas» dije
la mueca de tus ojos invoca una respuesta febril
«no puedo dártela, no quiero que me llenés de certezas,
de corajes que no tengo, de pisadas que no puedo seguir.

El viaje se hizo interminable, el silencio también
solo buscábamos nuestras manos en el parpadeo del vagón
las vías dibujaron el contorno del presente,
necesito acurrucarme en tu vestido bermejo
para que esta alegría no se quede en la próxima estación.

No consigo tomar tu tiempo de niña
que busca en la fuente las monedas perdidas
es ahora cuando me rindo ante lo evidente:
Anita, Josefina, Elsa, no importa quién
solo quiero aprender de memoria la escena
de tus ojos mirando la vida, así.

*

Para el invierno


Los frascos apilados arriba del mesón
una rutina de todos los veranos,
estamos sentados al ras de la infancia enfrentados
bajo el parral de toda la vida,
un fuentón lleno de tomates rojos nos ha convocado.
Las manos ensangrentadas de pulpa tibia buscan
la albahaca y la sal, desde  adentro llegan los gritos y las risas
de las que hierven el invierno en el caldero humeante.

El aroma nos embriaga, te miro de reojo
 tu cara seria no me perdona aquel desprecio
«Ya casi terminamos», esa voz suena lejana, sentenciosa.
No respondo, no encuentro las palabras
como todas las veces, me resisto a llorar en tu presencia
la cebolla desgajada me provoca y su jugo blanco
escurre mi culpa. 

Te miro envasar el futuro como cada año, tus manos
que siempre me han sostenido, siguen allí
continuamos el ritual y tapamos esas bocas 
llenas de palabras no dichas,
la alacena se puebla de esperanza tricolor
y  ya no quiero irme,
ya no tengo otra cosa más importante,
que acompañar a mi padre en esa ceremonia milenaria
de protección y amor al calor de la tarde
de mis trece años.

*



Antes del acto

—a Cristina—.



El ojo mira sin complacencia,
revisa cada detalle un ritual obligado:
las flores, los ventanales, las sillas en su lugar preciso,
tu rostro en el espejo cansado, inquieto, perfecto.

Las palabras están allí, esperándote,
tus palabras: un fósforo en el vacío;
vuelven las ideas y los hechos
en ese recuerdo marcado como calles en damero.

El silencio te rodea, sin piedad acompasa tus latidos
ya no mirás a nadie, ya no volvés la cabeza
la puerta está cerrada, tus puños también
pensás en aquella tarde, la tarde de la promesa
con esa breve luz que invadía cada objeto.

Pensás de nuevo en los que esperan, en todos,
en cada uno, en él que ya conoce el gesto inicial;
pensás en la mujer que fuiste, en la niña
que aún reniega de la reglas y por fin te lanzás
a demorar la verdad que duele, para que nadie dude
que esta mujer que ahora se acomoda el pelo
quiere borrar el miedo de las ausencias
en un solo ademán.
 





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