viernes, 30 de enero de 2015

El deseo de un mar



En Nunca vi el mar, José Ioskyn (La Plata, 1962) habla de la escritura como una contradicción, como una promesa sin cumplir; con el mar, elemento altamente revisitado por los poetas, como el paisaje perdido, sin embargo, principio de todo. Así, el mar, además es un «desierto de agua» donde paradójicamente están las respuestas y el poeta no las ve ni las percibe. 

Ioskyn (psicoanalista, narrador y ensayista) hace del libro un documento de identidad en que lo cotidiano y el deseo se cruzan a través de un lirismo afortunadamente  prosaico: «tu cuerpo condensa / la palabra que se perdió / en ese agujero sin sueños…», para decir en otro poema: «en McDonald´s la luz es intensa / se ven las arruguitas al costado de tus labios / que tanto me gustan / te las besaría pero me contengo…». Hay, por momentos, una observación casi objetivista en versos de período corto, con una respiración entrecortada y de una levedad cercana al haiku japonés, es decir, imágenes atravesadas por una emoción, como quería Matsuo Bashō: «Oblicua / silenciosa / transparente / una tarde de lluvia /vista desde un tobogán».


Luego de una primera parte con referencias más bien al presente (escenas eróticas, diálogos a una segunda persona no identificada, el paisaje familiar y urbano), Ioskyn toma la figura del tobogán  para descender en un único impulso hacia la infancia, para dar el salto y pisar allí como si fuera una «zona de refugio». Los recuerdos de la niñez aparecen peligrosamente vivaces, la imagen del padre es un misterio, para descubrir que: «no nos hicimos grandes / nos hicimos a la casa…». El mar de la infancia, entonces, resulta ser el nunca más visto, el imposible de recuperar; donde José Ioskyn intenta flotar, tanto a golpes de remo como de tinta, para no perderse en la memoria y recuperar, aunque sea por un instante, el deseo.




Algunos poemas de José Ioskyn





a la hora de la siesta
se le va el dramatismo a tu aspereza
me acuerdo cómo nos divertíamos antes
antes de que nacieran los chicos
antes de trabajar como dementes
recuerdo y siento el lomo como
la piel de un caimán
-pero uno con dientes que no hacen daño-

cierro las ventanas:
te gusta dormir a medialuz
buscando el pantanal

*

dicen que los chicos ya no conocen
las palabras “patio”, “primavera”, o “pájaro”
aunque tampoco existe una palabra para nombrar
el hueco que queda en las sábanas
cuando te levanto para llevarte al baño
o tu llanto en medio de la noche

a contramano de los consejos pedagógicos
te traslado a la cama común
para que tu calor no esté solo

no existe una palabra
para ese calor de sábana de hijo
que no se parece a nada.

sí existe la tibieza del recuerdo:
el limonero con los frutos
que le daban sabor al té
sí una fiebre alimentada por inyecciones
donde el depósito del afecto
era mi propio cuerpo hirviente

sí la mirada, sí la boca, la dentadura
la palabra sagrada que se dice al pasar
la epifanía de una tarde cualquiera
en una calle sin chicos
las manos de la abuela muerta
el sillón, la cómodo, el espejo
el reloj y el palo de amasar
traído de Odessa

todo eso,
toma
la consistencia de la memoria:
ese lugar recóndito, fugaz, mortal
ahí, en los recuerdos de lo que no vi
el miedo duerme la siesta


*

cruzar la frontera
vaciar el ropero
hacer una confesión:
amigos, parientes, familia
fueron provistos de todos los detalles.

volqué el vaso
sin derramar una gota

sólo que me prometí
no escribir sobre eso
y acá estoy
contradiciéndome.

lunes, 12 de enero de 2015

El poeta, el insecto

Hombre que escribe una carta bajo una lámpara art noveau. Postal. Bélgica, 1924.


por Fernando G. Toledo


Hay poetas constantes y poetas estacionales. Los primeros, claro está, escriben siempre, donde y cuando sea. Suelen ser prolíficos y no hay día, hora o clima que perjudique o beneficie su escritura. Otros somos más bien poetas «estacionales»: lidiamos durante todo el año con la prosa de los días, del trabajo y las obligaciones, y, quizá porque necesitamos tener los músculos de la lírica descansados, solemos escribir poemas sólo cuando estamos de vacaciones. A Gustav Mahler le pasaba lo mismo cuando quería componer. Debía dejar a un lado las obligaciones propias del mejor director de orquesta de su tiempo para, recién entonces, imaginar y poner en partitura esas sinfonías oscuras, estremecedoras y hermosas que trazó en sus retiros veraniegos de Steinbach o Maiernigg [1].

Ser poetas estacionales, y cuya savia de versos se estimula en el verano, nos pone a la altura de los insectos. Esto sucede cuando, bajo la lámpara que nos acompaña en las «rondas nocturnas» a la caza de un poema, somos de pronto golpeados por un bicho volador. Al levantar la vista descubrimos el enjambre de desquiciados seres que giran como satélites perdidos alrededor de la luz, criaturas que golpean el farol, que incluso sacrifican sus pobres vidas breves con tal de tocar –como ícaros que no aprendieron la lección– esa irresistible fuente de energía.

Es cierto que lo primero que hacemos al interrumpir nuestra faena es combatir esa invasión. Usamos las manos o el insecticida. Cerramos la ventana o, ya en el límite de la desesperación, apagamos la lámpara. Allí es cuando descubrimos a nuestros semejantes: no lo sabíamos, pero habíamos estado haciendo lo mismo. Como los insectos, los poetas aparecemos ex nihilo en las noches, bajo las lámparas que guían nuestro desorbitado vuelo. Fabio Morábito dice que siempre se escribe en silencio, aunque haya ruido a nuestro alrededor [2]. Creo que también siempre se escribe de noche, con la guía de una luz tenue que no lleva a otra parte más que a su propio resplandor. Cada verso es un golpe contra el candil. El canto de la mano corre con violencia un insecto que se ha pegado al papel –o a la pantalla de la computadora portátil–, y corre de algún modo lo erróneo de otro canto (lírico), el que estamos escribiendo.

Si no estuviéramos inmersos en el mundo parasitario de la poesía, la luz apenas nos serviría para iluminar el camino. Pero somos poetas estacionales, insectos, bichos de luz, y queremos más que eso. Hacemos lo que Horacio Castillo escribió, tal vez bajo el haz de una lámpara larvada, en ese magnífico poema: «...luchamos, sí, / pero apenas por un poco más de luz, / la dignidad de haberlo intentado» [3]. Entendemos que hay un daño implícito, pero como Jacobo Regen («Sé dura, oh luz, conmigo») preferimos lastimarnos («hiere profundo, profundo») [4].

Y sólo de a ratos, en medio de un verso recién escandido o al concluir un poema, al percibir la mañana que despunta, miramos de nuevo la lámpara y nos llega una oportunidad. Ahí están los versos o la página en blanco; ahí, la incandescencia. Y hay que decidirse. Tendremos que elegir entre chocar contra el destello o sobrevivir a la próxima noche.



Notas

[1] De la Grange, Henry-Louis. Gustav Mahler. Akal, 2014.
[2] Morábito, Fabio. El idioma materno. Gog & Magog, 2014.
[3] Castillo, Horacio. «Apenas por un poco más de luz», en Por un poco más de luz. Obra poética 1974-2005. Brujas, 2005.
[4] Regen, Jacobo. «10», en Umbroso mundo. Fondo Editorial de Salta, 2013.

sábado, 3 de enero de 2015

El azar programado






por Hernán Schillagi 


Cuentan que Amado Nervo, desde muy niño, ya garabateaba sus primeros poemas. Había aprendido antes a leer sin ayuda con un libro de recetas de su madre. En una ocasión, la hermana le encontró unos versos y se los leyó a toda la familia en el comedor. Nervo corrió azorado a esconderse, mientras su padre escuchaba los poemas con el ceño fruncido. Pienso que la escritura de un poema, entonces, es un azar programado, más que un arrebato de inspiración. Quiero decir que, en un principio, al ser expuestos, nos avergüenza más lo propio que lo robado. Un poeta tarda décadas en reconocerse como tal.  Con esto, no estoy descubriendo el agujero del mate de la poesía. Cuántas veces habremos oído la frase que le otorga un porcentaje mínimo a la chispa y el resto a la transpiración. Aunque es mejor decir que el poema «nos salió» todo de golpe, a confesar que perdimos tardes y noches enteras con una infame veintena de versos. Sin embargo, ¿cuánto tiempo se puede rumiar una imagen hasta que toma forma de idea y se encuentra finalmente con una música? Semanas, años, tal vez.

El poema se va componiendo en el cuerpo, en la memoria cotidiana, inaudible se forma en la boca; hasta que nos sentamos y tenemos todos los elementos al alcance de la mano. Luego de visitar durante meses a Ezra Pound al neuropsiquiátrico donde estaba confinado, Juan Forn cuenta que Elizabeth Bishop necesitó las noches que caben en siete años para escribir el hermoso e inquietante poema La casa de los locos es de papel y testimoniar así el modo en que el poeta había vivido por dentro este encierro. Por consiguiente, versos iniciales, o remates prometedores brotan -en apariencia- inexplicablemente. Algunos vates, por eso, desvarían y hablan de un momento de éxtasis creativo. El idioma entero, no obstante, está ante nuestros ojos y se nos antepone para poder alcanzar al poema. Así, necesitamos luego dejar en reposo ese puñado de versos, como proponía  certeramente el poeta Francisco Gandolfo: «Observarlos como bichos raros; / olvidarlos hasta comprobar que existen. / Excepcionalmente dejarlos como están, / es decir, como nacieron». Es claro, a veces fantaseamos con que el encuentro entre las palabras, ciertos encabalgamientos sorprendentes y algunas acrobacias verbales son producto de lo fortuito, pero no. Se originan a través de una estructura previa tan lúcida como invisible al momento de escribirla.

Por lo tanto, a diferencia de la narrativa, es solo con el texto poético que toma forma el «plan». Así, el poema es mapa desplegado y destino al mismo tiempo. El objeto textual (y material) siempre resulta ser borrador y borroso, un prototipo que se echa a andar de todos modos, pero funciona a la perfección. Por lo mismo, a los poemas les cuelgan el sambenito de ser confusos: en cada palabra hay una falta, o una señal a escala. Dificultades de la poesía, que le llaman. Por eso, Sandro Barrella aclara: «El poema, el objeto al que uno dedica su atención aun cuando no está escribiendo. Pero para cuando esto sucede ya hay una historia personal, un registro en el que se ha perdido, quizás, el comienzo, aquel primer impulso…». Lo dicho: no hay arrobamiento en la poesía ni arranques de inspiración, hay un arduo trabajo, una lucha racional con el lenguaje, tanto interno como también externo y que deja un espacio para que el azar se motive y se dispare. Porque es sabido, lo que logra escribirse en un papel es únicamente la sombra, o el eco de lo que nos habíamos imaginado. No por nada, Borges se sorprendía que el romántico Edgard Allan Poe hubiese escrito todo un «método compositivo» para crear El cuervo, su poema más famoso, para negar irónicamente la creación espontánea.

Entre el atleta y el bailarín, propone Susan Sontag, la diferencia es que el rigor en el deporte se muestra como un valor: «Hacer visible el esfuerzo es parte del alarde…». Por el contrario, concluye que la danza misma: «Es la representación de una energía que debe parecer, en todos los sentidos, ilimitada, natural…». Al igual que el que sigue paso a paso una receta de cocina y quiere agradar a los de su casa, el poeta no revela su arduo trabajo, solo lo ofrece metamorfoseado en palabras. Aunque, de vez en cuando, tenga que salir corriendo como Amado Nervo, pero hasta la pizzería más cercana del barrio de la literatura. Así, cocineros de nuestro propio destino, no tendremos más deudas y podremos estar finalmente en paz.



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Menciones

-Adúriz, Javier y otros: Dificultades de la poesía. Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2010.
-Borges, Jorge Luis: Obras completas (Tomo III). Emecé, Buenos Aires, 1996.
-Forn, Juan: «El arte de perder». En: Página 12, Buenos Aires, 14/04/2014.
-Gandolfo, Francisco: El búho encantado. Interzona, Buenos Aires, 2005.
-Sontag, Susan: Cuestión de énfasis. Alfaguara, Buenos Aires, 2007.