martes, 26 de mayo de 2015

La ventana indigesta

Crónicas cínicas, de Dionisio Salas Astorga.




Entre las muchas cosas que un poeta puede hacer con su poesía una es retratar –como un fotógrafo que registra lo que pasa por su ventana– el espectáculo constante del mundo. El poeta se convierte así en un cronista que observa, asimila y comparte lo que desfila ante sus ojos.

Una tarea como esta es la que ha emprendido Dionisio Salas Astorga y que ha cristalizado en Crónicas cínicas, el último libro de una trilogía aparecida en dos años prolíficos para el autor.

Es importante subrayar cierta secuencia en este trabajo. Primero, el descubrimiento de que el espectáculo que nos pasa a través de la ventana (metafórica, por cierto: una ventana, una mirilla o simplemente, una mirada) merece ser contado. Luego, la tarea de volcar esa mirada en forma de versos que también sean crónicas, que observen el paso del tiempo. Por último, recién allí, ver otro espectáculo: el de los versos acumulados como un residuo de los días. Y entonces dar el paso de reunirlos para que le den carne a un libro.

Visto este mecanismo es más fácil entender lo que traen, y adónde llevan, las páginas de Crónicas cínicas. Traen una mirada de lo real, una mirada amarga, desencantada, porque lo que el poeta ve no es siempre un espectáculo festivo ni edulcorado. Y nos lleva al cinismo que propone el título del libro.

La cuestión cínica resulta de especial importancia en la concepción del volumen. De hecho, Dionisio Salas Astorga se preocupa por hacer que la puerta de entrada a sus poemas sea, precisamente, una definición convencional de cinismo. Pero la verdadera definición que construirá el libro de poemas empieza, justamente, donde ese introito termina. Es decir, en los poemas. Y es que aquí el cinismo no se parece en todo ni a la equiparación de este con la hipocresía ni tampoco, estrictamente, a la escuela griega que profesaron, entre otros, Antístenes o Diógenes de Sínope.

En realidad, el cinismo aquí no es una postura filosófica que sustente los poemas sino, acaso y más bien, dos cosas muy distintas: un mecanismo de defensa y una pátina estética. El mecanismo de defensa lo antepone el poeta al no detener su observación, al no quitar los ojos de la ventana indigesta. Mira y sigue mirando y lo que ve no siempre es hermoso. Por ello responde con palabras que si lo enlazan con aquel filósofo que vivía en un barril, rodeado de perros y entregado a un desprendimiento constante, es sólo en el modo en que trata con el mundo. Y así se llega a la pátina estética. El propio Diógenes respondía con un humor no destinado a la risa, sino a la mueca: podía tener a Alejandro Magno enfrente y no lo reverenciaba, sino que le pedía que se quitara del lugar para que no le tapase el sol.

Con parejo humor, Salas Astorga arriba a la estética de sus poemas. En la línea de su libro anterior, Últimas oraciones, no se deja hipnotizar por falsas esperanzas, promesas ultraterrenas o estampitas consagradas. De hecho, nos cuenta (es lo que ve por la ventana) que esas esperanzas fracasan, esas promesas siempre quedan sin cumplir o esas estampitas se corroen con el duro sol de un planeta en peligro.

El carácter cínico encaja, así, perfectamente, con la propuesta lírica del poeta. Este, que ha asimilado influencias diversas (desde Neruda, Huidobro y Teillier hasta Juarroz y Ernesto Cardenal, pasando por innumerables lecturas), traza versos pletóricos de ironía, en los que habla una voz que se confunde a veces con la suya propia, pero sólo porque ni siquiera los límites, en este páramo, son seguros.

En Crónicas cínicas, con un estilo que se confunde a veces con un acta, con un frío informe sociológico o (vade retro) con un reporte periodístico, Salas Astorga encuentra la forma de su poesía, que entra por esa ventana y se posa, ardiente, sobre los papeles del poeta como para dejar su marca. No para dejar sentada una esperanza sino, al fin, y tal como él lo reconoce, para agregar un gesto más a todo el espectáculo, para poner una muesca leve en el paisaje, para sumarse apenas con el digno gesto de la autoconciencia a un lugar en el que «en nombre de la felicidad la democracia los pobres / se siembra la tierra con cruces de madera».

Si, como concluye en su epílogo el libro, todo lo que se diga va hacerse desde este, el «planeta más despreciado del universo», quizá lo único que podamos pedir es que se diga a través de la poesía. Con la materia agridulce de ese consuelo está escrito Crónicas cínicas.



Tres poemas de
Crónicas cínicas
de Dionisio Salas Astorga

se puede escribir

la guerra es una solución
hay enfermedades incurables
el odio es irracional

escribir o callar
si hablamos de amor

la vida es un misterio que está bien así

todo se puede escribir
no cambia en nada este fracaso


*

no tenemos desaparecidos

ninguno de los nuestros fue
un peldaño colérico en la escala
del mal

no nos mataron a nadie
no nos echaron al exilio con lo puesto

nos dejaron aquí

vivimos

todos estos años fuimos nada

(24 de marzo)

*

se fue detrás del amor de su vida

tres días después volvió

para no perder el trabajo

lunes, 18 de mayo de 2015

La historia de un poema de Silvia Castro



por Silvia Castro
Especial para El Desaguadero


Laica surgió de una errata producida por Juan Pablo Bertazza en su reseña del libro Los estantes vacíos, del bahiense Ignacio Molina, una de esas curiosidades del azar que nos llevan a escribir. 

En la reseña, al referirse al cuento El visor, decía: «…un fotógrafo que les saca el trabajo a las tarotistas al decirle a un hombre abandonado, a partir de las fotos tomadas con su Laica, por qué pasó lo que pasó y cómo van a seguir las cosas».

La confusión entre la Leica que hiciera famoso a Cartier Bresson y la perra inolvidable del espacio fue demasiado para mí, fotógrafa agnóstica muy dada a coquetear con lo que la idea de Dios pudiera proveer.

En el tiempo en que escribí Laica vivía con un fotógrafo en Avellaneda. Todos los fines de semana él debía viajar hasta Floresta en el colectivo 85 para llevar a su hija de regreso con su madre. Es un trayecto más apto para la NASA que para la escala humana, más si se realiza en compañía de una niña pequeña.

El poema comenzó con el brazo que se levanta para que un colectivo se detenga. Es el que empuña la cámara, que también detiene aquello a lo que apunta.

Hay algo del error que nos lleva siempre por buen camino. Hay un rescate del error que Spinoza hace de este modo:

«No he creído que errara uno a quien hace poco he oído gritar que su patio había volado a la gallina del vecino, pues la intención de su pensamiento me parecía lo bastante clara» (Ética, Parte Segunda, proposición XLVII).

Cómo fue que esa perra disparada dio con la idea de Dios, sólo Dios y la NASA lo saben.

***


Laica


yo tengo una perra con un solo ojo
como la de Cartier Bresson

ella no captura el instante
sino la mitad

por ejemplo
tus manos en alto
se vuelven una sola
que muestra la palma

yo te apunto con mi Laica.

ella le ladra al futuro que pasa por tu mano

es un viaje del azar que no se detiene con Dios

tu mano se ha vuelto inmortal
y yo vivo en la mitad de tu vida

estás detenido en el espacio

Laica te mira a través de la burbuja de vidrio

vamos a casa
te dice
no todos los perros van al cielo

la burbuja brilla como la aureola de un santo
pero es sólo casualidad
no se puede rezar con una mano sola

Del libro Isondú (El Surí Porfiado, 2014)

jueves, 14 de mayo de 2015

Desde las profundidades de un monstruo



Dice Jonás, Diego Roel. Ediciones El Mono Armado, 2015, 64 págs.


por Hernán Schillagi



Todo libro de poemas interesante contiene el germen de la ficción. La mera exteriorización de un yo que no puede controlar su subjetividad y la desparrama en descripciones melancólicas o en un irreflexivo diario íntimo versificado, solo puede conseguir el resultado de una poesía un tanto deshonesta, al menos con la literatura. Tal vez por eso, Diego Roel (Temperley, Buenos Aires, 1980) propone ya desde el título un corrimiento explícito del tan mentado yo lírico. Aquí «Dice Jonás» y el desafío está planteado: «me arrodillé en el útero del mundo, /vi lo que nadie quiere ver…».

La historia del profeta Jonás y la ballena es bastante conocida. Por lo tanto, Roel toma los núcleos narrativos para pulirlos y así convertir la materia cuantiosa del relato en pequeños fragmentos/poemas sin título que, sin perder musicalidad, avanzan letales: la brevedad y concisión de cada verso resultan como fogonazos de una historia mayor; pero que solamente alumbran lo imprescindible (como en el interior de una ballena). No obstante, es en la voz de Jonás (esa ficcionalización del decir) donde la propuesta del libro se juega entera: medida, creíble, sin solemnidad, pero con la gravedad suficiente para sostener un habla imposible, la del que está completamente solo: «¿Volvía mi cuerpo del desierto? /¿Huía yo de la Voz de mis ancestros? / ¿Iba hacia Nínive a anunciar la destrucción?». Preguntas certeras del que tenía una misión como profeta, pero ha desobedecido desde la poesía.

El libro, más que estar dividido en partes, sugiere tres momentos para tomar aire, como el mismo Jonás que fue arrojado al mar tempestuoso y logró detenerlo: «Acá abajo, en el fondo del pozo / ya no soy hombre ni mujer. // No tengo patria ni lugar de descanso… ». El lector puede permitirse, así, cambiar de respiración entre sección y sección, para luego reflexionar, ver cómo un hombre pierde la conciencia en las profundidades, ser exiliado después, donde el cuerpo se pierde; pero no la voz. Esa pequeña voz del mundo, al decir de Diana Bellessi, que es capaz de construir su casa en el desierto, en la intemperie más feroz, a pesar de haber sido expulsado de la boca de un monstruo gigante hacia la orilla del planeta.

Ya en su libro anterior, Los Jardines del Aire (2012), el autor proponía mirar lo que está debajo del cielo para que el poema únicamente cante «en la penumbra de la lengua» y luego resplandecer y callar. Hacia lo último de Dice Jonás, el poeta eremita se transforma (¿Jonás? ¿Roel?), muta en forma salvaje y habla (sin cantar esta vez) a la espera de Dios: «En este mundo no hay direcciones. // Espero que Dios arroje su Verbo sobre mí…». Pero ya nada ni nadie responden. Frente a la inquietante pregunta de «¿Quién habla en el poema?», Rafael Felipe Oteriño ensaya que: «lo que habla en el poema es el acontecimiento verbal, escrito, enigmático e inacabado, que constituye la puesta en acto de una construcción irreal que se vale de alusiones reales…». Para plantear más adelante que «poeta y obra son realidades distintas, aunque complementarias». Quizá por eso, desde una propuesta tan reflexiva como intensa, tan narrativa como melodiosa, tan ficticia como personal; aquí además «dice Roel». Para repetir, pero desde lo bajo: «Y hablo de lo que nadie quiere hablar: de lo que se desliza y repta, de lo que está en vilo y permanece…».


***







Algunos poemas de Dice Jonás,
de Diego Roel




Yo, Jonás, hijo de Amitai, pasé tres días y tres noches
en el vientre del gran Pez.

Y vi lo que nadie nombra, lo que nadie quiere ver:
la sangre oscura de la bestia, el líquido amniótico del sueño,
espejos que se duplican y reflejan la permanente fuga de las cosas.

Yo, Jonás, hijo de Amitai, descendí hasta lo profundo de la tierra,
me arrodillé en el útero del mundo,
vi lo que nadie quiere ver.

*

Me preguntaron mi nombre,
me preguntaron mi oficio y mi lugar de nacimiento.

Les respondí: “Yo soy Jonás, hijo de Amitai.
Tírenme al mar y el mar se aquietará.
Arrójenme a la boca del abismo”.

Ellos dijeron: “Jonás, hijo de Amitai,
que la tierra eche sus cerrojos sobre ti,
que el alga se enrede en tu cabeza”.

Entonces la corriente me envolvió
y todas las olas pasaron sobre mí.
Vi lo que nadie quiere ver:
ciudades tragadas por el fuego,
engullidas por el soplo de las bombas,
arrasadas por el recio viento que viene del oeste.

Yo vi lo que nadie quiere ver.

*

Me crecieron alas, garras
y una larga cola.

Se multiplicaron mis ojos.

En mis manos apareció
la eterna cifra del Exilio.

*

El cielo se repliega y cae.

Ya nada responde:
apenas queda un signo que habla de otro signo:
un espacio sin espacio posible,
una voz que se repite,

una voz que se repite.

lunes, 11 de mayo de 2015

La historia de un poema de Patricio Foglia

Patricio Foglia.
Foto: Gustavo Gottfried.


especial para El Desaguadero

Cuando escribí este poema, todavía vivía con mi abuela y mi papá, en nuestra casa en Lugano, a tres cuadras de la estación. Mi abuela tenía noventa años y se sentaba, todos los días, al lado de la cocina para tomar pavas y pavas de mate. Yo, me acomodaba con mis cosas en la mesa de madera, a unos metros, y leía mis apuntes de la facultad.
    Al principio, intenté escribir sobre cómo, con toda claridad -al menos para mí- mi abuela se sumergía en su memoria, literalmente en esas aguas como un buzo táctico, nadando hasta el fondo del mar para volver, después de un rato, con algún comentario. Como si acabase de salir del océano, con su mano extendida, habiendo logrado rescatar algo único y luminoso, una moneda imperial o una extraña almeja que me enseñaba fascinada. Mi abuela me decía cosas como:
     –¿Sabías, Patricio, que cuando era chica mi madre nos purgaba a todos en casa? Nos daban un líquido verde y espeso, y nosotras lo tomábamos, siempre en septiembre, me acuerdo, pero eso ahora ya no se hace…
     Y después volvía encantada a su paseo marino.
     Los poemas sobre abuelas que buceaban no llegaron nunca. Lo que apareció en cambio fue otra imagen: una playa solitaria y un caminante. Preferí no encapricharme, dejar que el poema crezca por sí mismo: seguir, yo también, el recorrido del hombre de la escafandra.



La escafandra

Desde el muelle, parecía tener unos
quinientos años

Primero vi algo informe
acercándose
desde lo alto de un médano
y después descubrí
un antiguo traje submarino
que avanzaba con dirección a las aguas, al calor
del atardecer en la playa

(de La escafandra, Mágicas Naranjas, 2015)