lunes, 21 de septiembre de 2015

La historia de un poema de Fredy Yezzed

Fredy Yezzed en la nieve de Mendoza.

por Fredy Yezzed
Especial para El Desaguadero

Salí de Colombia en abril de 2008, sin imaginar que ese viaje por Suramérica ―que no había planeado a conciencia― me cambiaría radicalmente la vida. Las verdaderas razones por las cuales partí del país aún no las puedo digerir y serán contadas en otro momento. Bastará decir como escribió Miguel de Unamuno que muchas veces: «Se viaja no para buscar el destino sino para huir de donde se parte».
Durante los seis meses que duró ese viaje por tierra conocí lugares maravillosos y ―aún más― personas que con sus vidas sencillas y difíciles me dejaron una lección. Recuerdo un amanecer descendiendo entre las montañas hacia la ciudad de Quito, cuando asomó el volcán Cotopaxi con una nieve luminosa que lo bañaba casi por completo. Mi asombró fue casi infantil, ya que no conocía la nieve y nunca había tenido la oportunidad de ver en carne viva esa instantánea mientras el sol encendía la nieve.
Imágenes parecidas se repetirían cerca de Cuzco en Perú, a la entrada de La Paz, donde asoma el imponente Illimani, en la parte de la cordillera de los Andes que se aprecia desde Santiago de Chile. Pero será en Mendoza, Argentina, donde, por fin, tuve la oportunidad de pisar y oler la nieve, de jugar y tartamudear con ella, de sentir la paz y la compañía que da su paisaje al viajero. Esos momentos, donde la naturaleza le enseña a los hombres las cosas esenciales, es lo que me ha llevado a asegurar que más que un viaje físico, fue un viaje espiritual.
Ya radicado en Buenos Aires, un vendedor de periódicos me dijo: «El año pasado nevó sobre la ciudad. No te imaginas la fiesta que fue esa hermosura». Me alegré porque deseaba de nuevo caminar sobre la nieve y aún más, ver nevar sobre esta ciudad. Pero la nieve ese año no cayó, ni el año siguiente, y así hasta el día de hoy. Fue, entonces, cuando empecé a planear una nevada sobre Buenos Aires y un día en que el frío arreciaba, escribí un poema en prosa.
            Comparto uno de los fragmentos para mí, más conmovedores, de La sal de la locura, un libro que se escribió íntegramente en Argentina con retazos de otros lugares del corazón. La sal de la locura cuenta la historia de Ariel Müller, un interno del Hospital Neurosiquiátrico de J. T. Borda, quien vio nevar sobre los patios de esa fábrica de alienados y de esta ciudad. Más que contar la historia de un poema, he deseado con el presente relato dar las gracias a la Argentina y a las amistades que en los últimos siete años han florecido, en este viaje que aún continúa.


Un poema de
La sal de la locura
de Fredy Yezzed


HA NEVADO SOBRE LA CIUDAD REPENTINAMENTE. Los coágulos de nieve se han colado por las tejas rotas y han calado en el corazón de cada interno. Todos han salido con una calma ancestral a ver esa magia de la luz petrificada. En sus rostros se trazó una sonrisa que recordó la comida fresca, el agua limpia, el aire puro. Como tocados por una voz celestial iban saliendo de sus habitaciones arrastrando la suela de los zapatos. Pronto atestaron los pasillos como detrás de un perfume e invadieron el patio mirando al cielo con la boca abierta. Extendían los brazos como dejando posar libélulas blancas en sus huesos. Jugaban a atrapar el algodón con la boca. Todo lo malo, si lo hubo, allí murió. Un copo se enredaba en el cabello de los ancianos, otro se deslizaba por el pecho de las mujeres, uno más huía como un ratoncillo entre los pies. Esa caricia suave. Esa herida tierna. Esa música que es más bella que el silencio.

Un regalo hermosísimo.
Dios al fin habla y dice.