viernes, 30 de septiembre de 2016

Devenir animal

La piel de la oruga, de Melisa Mauriño.
Viajero Insomne Editora. Buenos Aires, 66 pág.


por Diego Roel (*)

La piel de la oruga está dedicado a 82 orugas de Eacles imperialis opaca, un género muy particular de lepidóptero. Durante su corto período de vida, la oruga de polilla imperial realiza una metamorfosis completa. Pasa por cuatro estadios bien distintos: huevo, oruga o ninfa, crisálida o pupa, y adulto o imago. Cuando alcanza su máximo tamaño la oruga busca un lugar donde enterrarse. Bajo la tierra construye una especie de cápsula ovoidal, una cámara de aire, y cambia, varias veces, de piel. Ya no se alimenta. Los órganos se reabsorben y el cuerpo adopta una estructura totalmente distinta. Durante esta etapa desarrolla, progresivamente, patas y alas. Finalmente, después de transformaciones sucesivas, la pupa se abre y la polilla asciende hasta la superficie. Será su misión reproducirse y garantizar la continuidad de la especie.

«colgado del límite
de todo lo que existe sin decirse
encontré
el último capullo dorado
ahora se abre y yo
tengo que cerrar los ojos
para no ver esa luz
que nos parte»

En su primer libro Melisa Mauriño asume un riesgo, describe su propio proceso de transformación. Como las orugas de polilla imperial, se crea y recrea a sí misma. Retoma y resignifica la afirmación de Rimbaud y declara que ella es, siempre, otra. Sí, estamos ante un yo que asume un deslizamiento perpetuo, una permanente metamorfosis. ¿Quién nos mira desde adentro? Uno puede transformarse en otra cosa, devenir animal y seguir siendo, esencialmente, el que era. No hay una diferencia insalvable entre lo humano y lo animal. No se trata de una semejanza corporal, ni de sostener una concepción antropomorfizante de la animalidad. Se trata de una caída en lo abierto. Como sostiene Deleuze: «Devenir animal consiste precisamente en hacer el movimiento, trazar la línea de fuga en toda su positividad, traspasar un umbral, alcanzar un continuo de intensidades que no valen ya por sí mismas, encontrar un mundo de intensidades puras en donde se deshacen todas las formas, y todas las significaciones, significantes y significados, para que pueda aparecer una materia no formada, flujos desterritorializados, signos asignificantes».
Este proceso nos recuerda el ciclo de las transformaciones nietzscheanas: «El espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño». La transformación consistiría, entonces, en la posibilidad de acceder a un lugar anterior a cualquier escisión. De ese lugar habla Melisa.

«Enredada en los hilos del otro mundo
ese del pensamiento, anguloso
atemporal
tejiendo con mis dedos la crisálida de aire
falta poco, ¿quién me mira desde adentro?
yo misma, quizás
yo otra»

El mundo de La piel de la oruga es un mundo inestable. Nada ofrece resguardo contra la incesante mutación. Se busca, se nombra algo que está constantemente en fuga. El libro nos muestra las sucesivas etapas de un duelo, habla de un ausente. Porque los poemas de amor, como afirmaba Martine Broda, casi nunca se dirigen a un destinatario real, físico, sino que aluden a una figura perdida, inaccesible, a esa cosa imaginaria de la que hablaba Lacan. Del amante apenas queda una imagen borrada por el mismo acto de su nominación. Una imagen que es a la vez señal y ausencia, que se muestra para callar, para ocultarse. A través del deseo el sujeto accede a su carencia de ser fundamental: lo que se busca es lo que falta siempre, lo que se espera.

«Duele
en un lugar oscuro
que borro con mi dedo: señala
el vacío donde cae
por su peso
el faldón de la noche.
Nunca pude hacer entrar
el beso
dentro del beso»

Melisa Mauriño y Diego Roel en la presentación de
La piel de la oruga.
El realismo urbano, el noventismo prosaico y antilírico, intentó relegar el lirismo al terreno de lo anacrónico. El mandato objetivista que imperó en las décadas pasadas consistía, fundamentalmente, en la prohibición de la metáfora y en la instauración de una mirada cínica y distanciada. El tratamiento metonímico exigía presentar la cosa tal como es. La falta de pulimento, la banalidad a ultranza, la ausencia de cualquier tipo de alusión a la experiencia subjetiva, el hiperrealismo y la propensión a la trivialidad, fueron las notas principales de una corriente que pretendió decretar la muerte de la lírica. Ya no había lugar, en el poema, para un tratamiento emotivo del mundo y de las cosas. En una entrevista de 2013, Mark Strand menciona a los poetas que toman «un trozo de la vida para representar la totalidad de la vida». Los poetas metonímicos llevan a cabo una operación mimética, una mera proyección de lo real: para ellos las bellotas son bellotas. No reconocen que todo ojo lleva en sí una mancha, ignoran que, necesariamente, algo nos mira cuando vemos. Frente a esta tendencia, Strand contrapone la visión de los poetas metafóricos, aquellos que transfiguran lo que ven, que crean un mundo alternativo con sus propias reglas y regulaciones. Melisa Mauriño pertenece, sin lugar a dudas, a este último grupo. En La piel de la oruga crea un mundo, un universo personal. Teje una constelación de sentidos múltiples. Se crea, sale de sí, hace eclosión a través del lenguaje. Busca su verdadera identidad, se reconoce otra. Siempre otra.

«yo vi el deseo en los ojos de un hombre
arder como el insecto
que aplastado por la luz
siente estallar
en su vientre
una molécula de sangre.
me quema el sol
los órganos que escondo
del aire
y su escalpelo»

Libro del duelo, del desamor, de lo que sobrevive, los poemas de La piel de la oruga presentan una temporalidad abierta. El presente es continuamente modificado por el pasado. El pasado es un territorio en permanente mutación. Por eso, hay que cerrar los ojos para no ver esa luz que nos parte: la memoria es una carta que se arruga como un puño cerrado. La poeta podría hacer suyas las palabras de Adrianne Rich: «Soy un instrumento con forma / de mujer, que intenta traducir latidos / en imágenes para alivio del cuerpo / y reconstrucción de la mente» . O las de Luis Cernuda: «Cada vez que amamos, nos perdemos: somos otros».

«Me pregunto qué es de la suerte
de la polilla cuando cae
como el ángel y rueda
He visto al viento leer en sus alas
cierta súplica como si hojeara
un libro a la intemperie»

Los animales de la oscuridad no deben buscar la luz. Siempre duele en un lugar oscuro, que se borra con el dedo: la herida señala un vacío donde cae el faldón de la noche. Los amantes se deshojan en silencio, a oscuras, a puertas cerradas.

(*) Texto leído en la presentación de La piel de la oruga.

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